Aunque no haba vacaciones, sino sólo distintos días de asueto, esperábamos ansiosos la llegada de septiembre.
Calles, plazas y casas, eran engalanados con los colores nacionales, mientras a voz en cuello proclamábamos: Verde, blanco y colorado, la bandera del soldado.
No faltaba quien conseguía una bandera española, idéntica a la insignia moreliana, con sus colores rojo y amarillo.
Cambiaba el verso: Rojo y amarillo, la bandera del zorrillo. Y dábamos por iniciada la temporada al son de lo que cuenta más la leyenda que la historia: Vamos a coger gachupines.
Morelia, en esos lejanos años, tenía una apreciable población de origen ibérico, lo que no era obstáculo para que los hijos de los peninsulares participaran en las pedradas a los comercios paternos.
Lo repito porque es muy descriptivo. En La Soterraña, mi barrio, estaba La Jarochita, panadería a la que acudamos a diario.
Mientras esperábamos porque despachaban por mostrador, el dueño del negocio nos regalaba un bolillo, tostadito por fuera, que nos hacía entender al poeta cuando cantaba la santidad de la panadería.
Como gran novedad, el colmo del futuro, en la puerta la sustituyeron con una cortina de fierro que se ocultaba en la parte superior.
Todo Morelia y pueblos circundantes fueron a conocer tal prodigio. En los alrededores se instalaron vendedoras del Pollo Placero, gelatinas, guadañas, changurro gas y otras delicuescencias.
Pasó la novedad y llegó el día: muñidos con trozos de ladrillos, pedazos de cantera rosa y con palos gruesos, fuimos a destruir el comercio de ese extranjero explotador de nuestros naturales. La cortina quedó hecha unas o.
Como era costumbre, nos enviaron al pan. En la puerta, ceñudo, el hombre de la infaltable boina negra, nos recibía con un comentario: muchacho cabrón, no tendrás bolillo de regalo hasta que se pague la reparación.
Septiembre era La Marcha de la Lealtad, el Grito de Dolores con su consecutiva kermés en las plazas que están junto a la Catedral; el desfile de las escuelas en cuyo contingenté soñábamos formar parte de la Banda de Guerra o de la escolta.
Concursos al mejor uniforme, al más marcial y así. Siempre acaparaban todo los colegios confesionales, los, decíamos, los nalgas polveadas.
Diversos festejos, de escuelas y barrios daban continuidad al mes que culminaba con el natalicio de Morelos. Asombrados mirábamos la espectacular marcha de soldados, oíamos la Marcha Dragona al paso de los cadetes en sus corceles e jaezados.
Nos atemorizaba el paso de los tanques ligeros que le pensábamos eran instrumentos mortales insuperables.
Todos esos contingentes llegaban de otras partes, así que todo era novedoso. Cerraban los charros que sobre el pavimento lanzaban a sus monturas y las hacían rayar sin incidente alguno. Las mujeres cabalgando con sus sillas especiales, con ropa femenina y quizá con sombreros galoneados. Y
Todas con trenzas y listones tricolores entretejidos. Todo terminaba con festejos en los barrios y los infantes armados con resorteras y espadas seguían en la búsqueda de gachupines. En la escuela la curiosidad por las consecuencias de las pedreas a los negocios familiares. Unos, pocos mostraban en las piernas las huellas del cinturón justiciero.
Este septiembre no habrá fiestas patrias. La Patria hoy convertida en recuerdo obsoleto…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.