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El sorprendido y la asombrada

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“La Tía Esperanza, una niña espigada de facciones delicadas, era una de las Flores de ese jardín, que todos querían cortar. Ella, delicada, coqueta, quizá dedicaba una sonrisa discreta a alguno de sus adoradores”.

POR CARLOS FERREYRA

No hay duda, pueblo chico, Infierno grande. Estas historias, reales, alguna familiar, transcurrió en el apacible caserío serrano de Tacámbaro de Codallos, unión entre la Tierra Caliente y la región central del estado de Michoacán.

Lo que en otra parte hubiese sido motivo de chismes de viejas vocingleras, en Tacámbaro fue parte de una saga de amores, desamores y tragedias.

Empecemos con la constante presencia del general Lázaro Cárdenas, quizá por esos tiempos dueño o empleado de una imprenta. a quien se veía visitar con asiduidad la casa de los Solorzano, en el portal corto ubicado al lado derecho de la Plaza de Armas. La pareja acostumbraba pasear, a la vista pública por uno de los abundantes bosques de pinos de esa zona semi montañosa.

Cuando ya mandatario, Cárdenas erigió la residencia presidencial, llamada por muchos la Casa Lázaro Cárdenas y por la generalidad, Los Pinos allí, Chapultepec, donde no los hay.

A un costado, de cara al portal mencionado, moraba don José Rubén Romero. Atendía un abarrote con su esposa que en cierta ocasión encontró a su esposo, como dicen los clásicos, en amoroso trance con una ayudanta doméstica.

La señora, sin contener su furia, le espetó: ‘¡me sorprendes Rubén!

El escritor echando mano a los botones que lucía sin abrochar, respondió: No, el sorprendido he sido yo, tú estás asombrada.

No se conoció consecuencia de este episodio que llegó a formar parte de la leyenda del también diplomático. Quien ocasionalmente lo festejaba en sus tertulias bohemias

La Tía Esperanza, una niña espigada de facciones delicadas, era una de las Flores de ese jardín, que todos querían cortar. Ella, delicada, coqueta, quizá dedicaba una sonrisa discreta a alguno de sus adoradores.

Pero había uno, siempre hay uno y casi nunca es el mejor. Se trataba de un hombre bien estructurado, elegante a su ver y temible por su historia de violencia personal o como jefe de una banda criminal de asaltantes y robavacas. Allí cayó Pelancho, la bella.

La casa señorial estaba en el portal frontero al Palacio Municipal y a la Plaza Cívica. Allí estaba la Imprenta Carrasco donde, platican, se editaba un periódico, se formaban libros, Impresos comerciales y donde vio su efímera luz el primer libro de poemas de don José Rubén Romero.

Un joven al que le colgaban actividades como gavillero, se plantaba muy bien vestido, su arma a la vista, frente a la ventana que, por fuerza de la costumbre, usaban las niñas de la casa para atisbar hacia la calle.

Alguien corrió la voz de que el joven galán se preparaba para cortar la flor y llevarla lejos de su familia. Horas después apareció muerto en calle vecina.

Al centro de la casa un portalón para acceder a la imprenta, un patio y de ahí a las habitaciones.

De un lado digamos las familiares, del otro, las sociales. Las primeras se abrían y dejaban frente a frente dos especies de sillones donde se colocaban en las tardes las mujeres para “hacer labores”, tejidos, bordados, pues.

Las ventanas del lado contrario, con el clásico enrejado, los postigos.

Allí, Pelancho miraba al galán que se mantenía a pie firme noche tras noche. A veces, envuelto en un gabán bajo el que se adivinaba el bonito machete grabado con dedicatoria a sus enemigos. Era la costumbre.

Aquí la historia se revuelve. Insisto, ni los Ferreyra ni los Carrasco, a pesar de múltiples episodios con muertos móridos y muertos matados, nunca abordaban esos temas

Los Carrasco, con sus monumentos donde estaban los abuelos y luego iban a parar otros más, eran obleto de visita ritual, periódica, para lavar las grandes lápidas de granito y repintarlas con mistión de oro o de Plata, También se renovaban jarrones y resembraban flores.

Por allí fueron a parar el diputado federal y el alcalde, hombres de muy buena fama por lo que detener un tren en plena marcha, bajar a quienes debían victimar y seguir con sus correrías a caballo, dejaron muchas preguntas.

Alguien corrió la voz de que el joven galán se preparaba para cortar la flor y llevarla lejos de su familia. Horas después apareció muerto en calle vecina.

Eso marcó la historia de la hermosa Tía Pelancho. Y aunque nunca lo supimos bien a bien, probablemente también la de los hermanos Carrasco.

Hay quien nace con Estrella y quien nace estrellado, solía decir tras aceptar asarse con un viudo con hijos jugadores que pronto dieron fin a la fortuna materna.

Día tras día, el ex viudo se refocilaba contando la historia del viajero que olvidó en una banca del tren en Morelia, un gran bolsón repleto de monedas de oro.

Dejando caer la sospecha de que era el protagonista, recordaba que una semana después volvió el viajero, su bolso y sus monedas, completas estaban donde las había dejado

Ex cabecilla de una banda de La acordada gozaba el recuerdo:

¿Oiga, Don,a todos los que agarraban los colgaba?

Sí, porque eran culpables, de inmediato los dejábamos colgados de una rama de pirul. Para que fueran ejemplo. Pero ni siquiera les hacían juicio…

–¡Ah, pero los mirabas a los ojos y sabíamos que eran culpables.

Pelancho escuchaba. Movía su largo cuello, agitaba se melena y casi risueña decía:  nomás los oigo y los echo al morral, habladores. Nunca perdió su buen humor…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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