POR: Rolando Ísita Tornell
“Nuestro porvenir será inmenso si (los académicos) se interesan profundamente en eliminar los sufrimientos de los que han menester justicia. De nada valen los grandes inventos, las urbes cosmopolitas […] si todavía hay quien perece de hambre o de frío, si el trabajo humano es explotado brutalmente y la técnica nos esclaviza”.
La cita es de Luis Garrido en 1952, exrector de la UNAM, en ocasión de la construcción de la Ciudad Universitaria iniciada por el presidente Manuel Ávila Camacho y culminada por su sucesor Miguel Alemán Valdés, según publicó recién el investigador del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, Hugo Casanova Cardiel (La Jornada, 03-12-21).
Llama la atención dicha cita en el contexto del muy celebrado tercer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador y su errada generalización sobre los académicos por la actitud política de algunos de sus miembros, a la vez que la desatinada confrontación de algunos académicos con su gobierno, tal vez porque no han reflexionado a fondo la actualidad de lo que el exrector Garrido describió, como que el árbol de su profesión no les permite ver el bosque del país, su historia, no obstante estar habituados a entender la vida (biológica) o la materia.
En efecto, un flanco débil evidente del proyecto de nación del actual Jefe de Estado es la estratégica ciencia. No sorprende y mucho menos se justifica la carencia de una cultura científica, somos una sociedad inculta en materia de ciencia. Tampoco sorprende la carencia de una cultura política de los investigadores científicos, inmersos desde hace mucho tiempo en la “guerra de las ciencias” (C.P. Snow), incluida la directora del Conacyt, la Ciencia Política no la aprecian como ciencia.
Tampoco es que los presidentes de los sexenios monárquicos y los llamados neoliberales tuvieran clara la importancia estratégica de la ciencia, con los dictados del FMI y del Banco Mundial fueron más papistas que el Papa, excepto con la “economía del conocimiento”.
La ignoraron por completo aun cuando hasta reformas hicieron sólo en el papel (la Ley de Ciencia, promulgada por Vicente Fox, copiada de la española), o la promesa incumplida de un décimo del PIB por año (partiendo de 0.4% existente) hasta alcanzar el 1% al final del sexenio de Enrique Peña Nieto, como si una política de Estado para la ciencia dependiera solo del dinero.
En México no ha existido en su historia una política de Estado para la ciencia, no obstante que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), a la que nos inscribió Carlos Salinas de Gortari en 1994, y el propio Banco Mundial, aconsejan explícitamente que es el Estado el que debe financiar la investigación de incertidumbre (básica), y la investigación aplicada financiamiento mixto (gobierno-empresas). Me consta que financiaron a empresas: 40 millones para el proyecto de una empresa y solo 1 millón para la UNAM en ese mismo proyecto.
La confrontación no se inició por el dinero, sino por el comportamiento impolítico de la titular del Conacyt, en sentido contrario a sus colegas del gabinete de gobierno que procuran convocar, acordar, negociar, convencer. Los primeros días impuso, a través de una legisladora, una propuesta de Ley para la ciencia contenida de definiciones y conceptos contrarios hasta los de la propia UNESCO, lo que sería anticonstitucional, sin consultar a la comunidad científica nacional distribuida en todos los estados de la República.
El jefe de Estado, en defensa de su colaboradora, deficientemente aconsejado, describió a los científicos equiparándolos a los del porfiriato que, en efecto, les llamaban “los científicos” pero ninguno lo era, metiendo en el mismo costal a Justo Sierra, impulsor de la educación pública, la universidad y la ciencia que hoy gozamos o padecemos.
En la contraparte, se quiso hacer ver a un prestigiado investigador, con acceso a la opinión pública, que la confrontación no le convenía a nadie. Lejos de una reflexión crítica expresó “¿quién empezó primero?”, como niño de párvulos.
El Presidente no paró ahí. Una vez más, en defensa de su impolítica colaboradora en ciencia, equiparó a los científicos a los de Yale o de Harvard, refiriéndose sin explicitarlo al grupo compacto de Salinas, Zedillo y colaboradores de los sucesores. Presidente: esos eran economistas, no físicos, no químicos, no biólogos ni matemáticos.
Resulta contradictorio todo el apoyo que ha otorgado a las ciencias de la Salud y a sus protagonistas que, para enfrentar la pandemia, les concedió la dirección de todo el arsenal del Estado, recursos económicos, contrataciones, etc., y arremeta contra las otras disciplinas científicas.
En la contraparte, puede pensarse que, por la ausencia de una cultura política, un grupo de investigadores que se autonombran representantes de toda la comunidad se echaron en brazos de una oposición que, por principios ideológicos e históricos, jamás apoyará a la ciencia pero ¡qué bien ha usado a los investigadores agraviados!
Con toda honestidad, Presidente, en materia de ciencia no hay nada que celebrar, de uno ni del otro lado tristemente.
Original publicado en El Vigía, Ensenada BC, 06-12-21
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