POR: Alberto Isaac en Bacalar
A unos cuarenta kilómetros de Chetumal, capital del estado de
Quintana Roo, se halla Bacalar, donde a mediados de noviembre de
1990, en la Casa Internacional del Escritor ubicada a orillas de la
laguna de siete colores, se celebró el Primer Encuentro de Escritores
Cinematográficos (y es justo decir que nunca hubo un segundo
encuentro). Días nublados y noches lluviosas de Bacalar.
Días de debate lúcido y seco y noches de inolvidable sobremesa húmeda.
Entre los participantes se hallaba Alberto Isaac (Colima 1923-1998),
que debía una fama temprana a sus habilidades para nadar —era
conocido como la Flecha de Colima— y a su arte de caricaturista.
Fue campeón nacional de nado libre en los 100, 200 y 400 metros y
participó en los Juegos Olímpicos de Londres y Helsinki. En 1964
debutó como director de cine con un filme que le dio siete premios,
entre ellos la Vela de Plata en el festival de Locarno: En este pueblo
no hay ladrones, adaptación de un cuento de Gabriel García
Márquez.
Desde entonces su actividad principal fue la realización
cinematográfica (con un paréntesis: su gestión como director del
Instituto Mexicano de Cinematografía en el sexenio de Miguel de la
Madrid).
Alberto Isaac era un tipo atractivo. Alto, de facciones finas, ojos
claros y muy vivos, revuelta cabellera de un rubio platino; se decía
que cuando entraba a un lugar público a las damas se les caían las
medias. O los calzones.
En 1967 dirigió su segunda película: Las visitaciones del diablo, y a
continuación Olimpiada en México (1968), Futbol México 70
(1970), Los días del amor (1971), El rincón de las vírgenes (1972),
Tívoli (1974), Cuartelazo (1976), Las noches de Paloma (1977),
Tiempo de lobos (1981), Mariana, Mariana (1986), con base en la
novela Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Su
último filme fue Mujeres insumisas, realizado en 1994.
Durante el encuentro en Bacalar, aparte de su participación en los
debates en torno a los problemas del cine mexicano y el quehacer de
los escritores de cine, Alberto destacó por su siempre amena
conversación y las caricaturas en las que día a día, con gracia y
agudeza, ilustraba los incidentes estelares de la jornada.
Todas las noches, durante la sobremesa, después de la cena rociada
con vinos generosos y algunas copas de ron o de tequila, quién más
quién menos agregaba alguna anécdota al bien provisto arsenal de
los escritores de cine. Una de las memorables fue relatada por
Alberto Isaac y siempre es grato repetirla.
Sucedía hacia 1960. Durante una temporada, todas las noches se
presentaba en el teatro Tívoli —que ofrecía un calenturiento show
en que alternaban desnudistas y cómicos albureros— el tenor Néstor
Mesta Chayres, quien abría su actuación con “Granada”, la conocida
canción de Agustín Lara.
Iniciaba solemne Mesta Chayres: “Granada,/ tierra soñada por mí,/
mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti…”. Y así seguía el tenor
hasta el punto en que la letra expresa: “…mi cantar/hecho de
fantasía/ que yo te vengooo…».
Aquí se abría una pausa amplia que el enardecido público de
galerías aprovechaba para gritar en coro impetuoso: “¡Las nalgas!”
Y continuaba impasible Mesta Chaires: «… a daaar».
Noche a noche en el teatro carpero sucedía lo mismo. Y en Bacalar,
el trozo de la canción que precipitaba el albur se convirtió en un
canto ritual de los allí reunidos. Isaac entonaba de pronto el “que yo
te vengooo…”, y en el coro de léperos, con un entusiasta “¡las
nalgas!”, participábamos Ricardo Garibay, Jaime Casillas, Luis
Carrión, Julián Pastor, yo. Alberto Isaac remataba con elegancia:
“… a daaar”.
Sus últimos años los vivió el Güero Isaac en Colima. Allí murió y
sus restos fueron incinerados y las cenizas vertidas al mar frente al
poblado turístico de Cuyutlán, donde filmó algunas de sus películas.
Alberto Bojórquez de buen humor.
No sé cómo se las arreglaba Alberto Bojórquez para andar siempre
de buen humor aun en medio de dificultades económicas, desastres
amorosos, turbulencias familiares, contrariedades profesionales y
cualquier clase de flagelos. Era de sonrisa fácil y de risa
estruendosa. Circulaba por el mundo con la actitud de un hombre
despreocupado, juguetón, alegre, y en la cabeza siempre le bullían
historias que se empeñaba en contar con los recursos del cine.
Nacido en Motul (1941), Alberto vivió casi todos sus años en la
ciudad de México, en la colonia Narvarte.
Después de graduarse en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, estudió realización
en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos.
Al principio de su carrera cinematográfica, al mediar la década de 1960,
dirigió cortometrajes y cápsulas para la UNAM y la Unidad de
Televisión Educativa de la SEP. En 1969 filmó un mediometraje, A
la busca (una adolescente envuelta en los cotidianos problemas de la
existencia), que mereció elogios de la crítica. En esta película, por
cierto, el poeta Efraín Huerta interpreta al padre de la chica.
El siguiente filme de Bojórquez fue un largometraje, Los meses y
los días (1971), un interesante alegato feminista que llevaba en el
papel estelar a Maritza Olivares —una chica cargada de energía
sexual— en el papel estelar. El filme, producido de manera
independiente, logró mantenerse en exhibición durante 32 semanas
en el cine Regis (que se derrumbó con el hotel del mismo nombre
durante el terremoto de 1985).
Bojórquez debutó en la industria dirigiendo el primer episodio de la
trilogía Fe, esperanza y caridad (1972). Con la cinta Lo mejor de
Teresa (1977) el realizador yucateco obtuvo un Ariel en 1978. Otros
filmes de Bojórquez son La lucha con la pantera (1974, sobre una
historia de José de la Colina), Hermanos del viento (1976), Adriana
del Río, actriz (1978), Retrato de una mujer casada (1979) y Los
años de Greta (1992).
Una noche, como muchas tardes y muchas noches en años de
soltería, andábamos de juerga. Sus padres y sus hermanos estaban de
vacaciones en Yucatán, como cada verano, de modo que cuando nos
quedamos sin dinero decidimos ver qué encontrábamos en el
departamento familiar de Bojórquez en la calle de Zempoala,
Narvarte. Y algo hallamos y seguimos conversando de cine y
literatura y quién sabe cuántas cosas más. A eso de las cuatro de la
mañana me dijo Alberto: “Si quieres quédate a dormir. Escoge
cuarto”. Elegí la habitación de uno de sus hermanos y me tendí
sobre la colcha, sin denudarme. Diez minutos después compareció
Bojórquez con un montón de papeles que arrojó sobre mi cuerpo.
“Para que no duermas solo”, dijo. Eran fotos de Maritza Olivares
ligerita de ropas.
Alberto Bojórquez Patrón falleció el lunes 14 de julio de 2003 a
causa de un infarto, en la casa de su madre. La madrugada de ese día
bajó de su habitación y se sentó en un sillón en la sala, al lado del
teléfono, con una lista de nombres y números telefónicos de los
amigos. No llegó a hacer ninguna llamada.
Francisco Sánchez
Guionista de cine y televisión, crítico e historiador de cine,
Francisco Sánchez nació en enero de 1939 en Ciudad Acuña,
Coahuila. Fue muy apreciado como crítico por los lectores de la
sección de espectáculos de Esto, el diario deportivo más leído por
entonces. Inició su carrera de guionista en 1973 en el largometraje
documental Los que viven donde sopla el viento suave (dirigido por
Felipe Cazals), que ganó el premio para mejor filme en el Festival
Internacional de Cine Documental de Bilbao, España, en 1974.
Como escritor de cine obtuvo varios premios.
Heraldo para el mejor guión, 1979, por Las noches de Paloma (filme dirigido por Alberto
Isaac). Diosa de Plata para el mejor guión, 1980, por Amor libre
(dirigido por Jaime Humberto Hermosillo). Ariel para mejor
argumento original, 1984, por El tonto que hacía milagros (dirigido
por Mario Hernández, 1982). Coral de La Habana al mejor guión
por Pueblo de madera (dirigido por Juan Antonio de la Riva), en el
XII Festival Internacional de Cine Latinoamericano (La Habana,
Cuba, 1991).
Publicó varios libros de cine, entre ellos: Todo Buñuel, 1978;
Hermosillo, pasión por la libertad, 1989; Crónica antisolemne del
cine mexicano, 1989; La comezón del séptimo arte, 1998; Océano
de películas, 1999) y Siglo Buñuel, 2000. En narrativa publicó:
Postales de los años de esplendor, 1994; Tierra que fue mar, 1996;
Manuel Acuña protagonista. Historias de entretén y miento, 1999.
“El guionista es un creador —sostenía—, pero su creación es
efímera. Emprende la elaboración de un libreto como si estuviera
escribiendo una novela o una obra de teatro, mas no ignora que el
resultado final de su trabajo estará sujeto a una transformación
posterior”.
Francisco Sánchez pregonó siempre que la regla, con escasas
excepciones, consistía en que de las buenas novelas salieran malas
películas, y de las novelas mediocres surgieran filmes excelentes.
Huesos duros de roer para el cine, según Pancho, han sido las obras
de escritores como Proust, Joyce, Woolf, Kafka, Miller, Rulfo o
García Márquez. “En cambio, las novelas policiacas baratas han sido
un venero formidable de buenas películas. ¿A qué se debe? Misterio.
Lo ideal, en todo caso, es que las adaptaciones de libros para cine no
salgan literarias. En México —declaró— tenemos el caso de Pedro
Páramo, que ha sido transferido al cine dos veces y media sin que
los realizadores, a pesar de su talento, hayan podido llegar nunca ni
siquiera a primera base”.
Durante mucho tiempo, en la década de 1970, nos reunimos a
desayunar en La Veiga, un café-panadería ubicado en Insurgentes
casi con Extremadura. Gente de cine y letras: Pancho Sánchez, Elsie
Méndez, Jaime Casillas, Juan Manuel Torres, Alberto Isaac, Rafael
Corkidi, algunos más. A veces íbamos a batear contra unas
maquinitas lanzapelotas frente al parque Hundido, donde hay ahora
un McDonalds. Luego nos íbamos al beisbol al parque del Seguro, al
que dejamos de ir después de la huelga de los peloteros en 1980.
Más tarde, cuando en marzo de 1981 los beisbolistas rebeldes
crearon su propia liga, Pancho, siempre solidario, no faltaba a los
juegos de los Metropolitanos en el estadio de la Ciudad de los
Deportes y en el parque Fray Nano de la Ciudad Deportiva.
Pancho Sánchez murió el 23 de agosto de 2013. El día siguiente,
después de despedirnos de él en una funeraria, el escritor José de la
Colina, el periodista Ariel González y yo nos refugiamos en el salón
Covadonga de la colonia Roma. Bebimos abundantes tragos y llegó
el momento de la discusión política: hablamos de los maestros
rebeldes. De la Colina y Ariel se pronunciaron por desalojar con
violencia a los profesores que por esos días ocupaban la explanada
del monumento a la Revolución. Enfurecido, les dije fascistas y
Pepe y Ariel se levantaron indignados y abandonaron la cantina
echando pestes de mí.
Estoy seguro de que Pancho se hubiera reído mucho.
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