La conmoción se desató cuando alguien advirtió la presencia de un perro rabioso. No cabía duda, el hocico lo tenia lleno de espuma, aunque huía de otros canes y de los animales de dos patas, que comenzaron una intensa cacería.
Hubo quien comentó que un perro rabioso no huye, agrede. De cualquier manera y por si sí o si no, los señores se fajaron las tan queridas esmitigüeson 38 especial, más para lucirlas pavonadas, relucientes en sus fundas pitiadas.
Para agarrar al perro rabioso, unos sacaron las codiciadas reatas charras de Chavinda, con las que acostumbraban lucirse en tardes cerveceras, floreando y practicando piales a los troncos del jardín publico.
Precavidos, llevaban garrotes, algo más contundente y largo que los fuetes, y en el colmo, los mas rústicos o cobardes se equiparon con bieldos. Buscarían, en caso necesario, trinchar al animal para evitar contagios.
La cacería, que se inició en los alrededores del Molino de Parras y se extendió a las cercanías del Panteón Municipal en cuyo trasero se había improvisado un campo de aterrizaje para el único avión conocido, el elemental biplano Trucutrú, duró exactamente tres días.
La aventura tuvo consecuencias desastrosas. Los niños, que vivíamos más en la calle que en nuestras casas, debimos cancelar todo juego, toda actividad social y encerrarnos en cuatro paredes. Por fortuna existía el radio y programas como Carlos Lacroa (Lacroix)), el Panzón Panseco, el doctor IQ, el inolvidable Gabilondo Soler, Cri Cri y los atemorizantes relatos de fantasmas y aparecidos.
Las familias se reunían en torno al aparato al que se despojaba de la funda ricamente bordada y el jefe de la familia procedía ritualmente a sintonizar estación y fijar el volumen. Todos en silencio como adorando a una divinidad.
Era frecuente que se suspendiera la reunión, cuando los padres decidían que los infantes debían ir a cenar. Cruzábamos el jardín y bajo el norme árbol frente a la tienda de El cometa de 82, una señora colocaba su tenderete: una tabla donde amontonaba platos de barro, ollitas y dos braseros donde procedía a elaborar las ricas enchiladas, el pollo placero y los buñuelos bañados en miel de piloncillo, acompañado con atole de masa.
Los comensales se colocaban en cuatro sillitas de tule o en las bellas bancas de cantera rosa, bajo las farolas coloniales. Era grato y muy sabroso.
Obvio, todo se trastocó, nadie quería salir a la calle en la noche, salvo los valerosos cazadores empeñados en localizar a la bestia maligna.
A los tres días pescaron al animal, aterrorizado, indefenso y con el hocico limpio, sin espumarajos ni baba sangrienta. Fue identificado porque parecía un lobezno de pelo atigrado, largo. Bello el chucho, sin duda.
Ah, pero siempre presente el pueblo bueno, en rápida consulta que no fue tal, decidieron sacrificarlo, pero teniendo cuidado de que no fuese a contaminar o a contagiar a nadie.
Y que mejor manera que quemándolo. Sí, como suena, sin el menor remordimiento lo rociaron con petróleo, antes lo ataron y lo colocaron en la pira de leña que amontonaron en una callejuela vecina al Panteón.
Si el perro aulló, ladró o se mostró furioso, nadie lo dijo. Al paso de los días donde deambulaba una señora en vaporosa bata blanca y transitaba sin que apenas tocara el suelo, se registró un nuevo espectro.
Se trataba de un perro con apariencia de lobo furioso, los ojos encendidos como carbones, el largo pelo erizado y blanca baba con espuma.
La bestia se lanzaba contra quien osaba caminar por sus dominios. Paralizada la presunta víctima, sentía el aliento putrefacto y al mirar, no había nada ni nadie. Todo era ilusión que, sin embargo, provocó víctimas fatales, presas del terror.
Así nació la Calle del perro aparecido que sustituyó quizá por jubilación, a la dama que clamaba a gritos por sus hijos…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.