Relatos dominicales
Miguel Valera / Fotograma de Jodie Foster en Taxi driver
Desde que era una niña, Victoria se distinguía por su calidez y hermosura. Fue la adoración de Germán, su padre, un arquitecto que murió al caer de un andamio mientras supervisaba la construcción de un edificio. En la adolescencia, mientras intentaba cursar la escuela preparatoria, traía locos a sus compañeros. Ella lo sabía, sabía de su dulzura, de sus encantos. Nunca lo ocultó y, es más, supo que eso le ayudaría a sobrevivir.
Fue Franco —el más atrevido, el menos cohibido de su clase— con el que de alguna manera se inició. Él, sin haber leído a Freud, sabía que el placer era el principio que regía el funcionamiento psíquico humano. Todos buscamos la satisfacción inmediata, decía: al respirar, al ver, al comer y hasta al “descomer”, comentaba a sus compañeros, cuando se ponía reflexivo y filosófico. Era la edad en la que todos buscaban experimentar.
Empezaron a salir y ella fue descubriendo que con su cuerpo y sus deseos podía controlar los deseos de Franco, un joven listo, pero de impulsos primarios. Estiró la cuerda del deseo lo más que pudo y un día, al entregarse, disfrutando sus cuerpos en total libertad, supo del arte de la manipulación erótica. Ese día descubrió también que esa era su vocación y su destino.
Cuando su madre se enteró que Victoria se dedicaba formalmente a la prostitución pegó el grito en el cielo. La mujer que se jactaba de liberal y hasta estaba vinculada a un grupo pro-aborto, no podía dar crédito a lo que su hija le decía. Le reclamó, pero ella, le argumentó a favor de sus derechos. —¿No defiendes tu el derecho de las mujeres a hacer con su cuerpo lo que les plazca? Si tengo derecho a abortar, aunque yo creo que el producto de mi cuerpo no es mi cuerpo, ¿por qué no voy a tener derecho a hacer con mi cuerpo lo que yo quiera?, le contestó.
No, no, insistió la madre, la prostitución es parte de un mecanismo de control del patriarcado. Son los hombres quienes a través de esta práctica se benefician, porque ellos son los que reciben el placer que ustedes ofrecen. —Pero si yo quiero ofrecerlo, añadió Victoria. A mi nadie me está obligando. Además, yo me meto con quien yo quiero y exijo un pago, porque es mi derecho, por el trabajo que realizo. No es fácil, madre, pero me da para sobrevivir. Es un trabajo, insistió.
¿No hablas tú del derecho a la autodeterminación? ¡Eso es lo que yo estoy haciendo!, insistió Victoria. Yo no tengo a nadie controlando mi trabajo. Y si lo hubiera y yo estuviera de acuerdo, como miembro de un sindicato, dependerían de mi el estar de acuerdo o no en las condiciones que me impusieran. Yo lucro con mi cuerpo, como cualquier persona lo hace con otro trabajo de ocho horas, ya sea obrero o maestro, refrendó. La madre negaba con la cabeza.
“Yo no soy una pecadora”, como decía el padre Aristeo, en las misas dominicales, cuando se refería a las prostitutas, madre. No, yo soy una mujer que ejerce su derecho a utilizar su cuerpo como mejor le plazca. ¿No acaso tú me enseñaste eso? Todas las que nos dedicamos a esto también estamos “empoderadas” y somos personas libres, que podemos tomar decisiones por nosotras mismas, pero ya, no sigamos más con esto e invítame algo de cenar, porque tengo hambre, concluyó Victoria, mientras extendía los brazos para pedirle un abrazo fuerte y apretado a su madre.
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