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La velocidad promiscua

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El problema es la muchedumbre. La ciudad ideal no existe, siempre está creciendo de manera descontrolada. Obsérvese un hormiguero: donde había una familia ahora hay cien, luego mil. El efecto es un hervidero de seres o, dicho como lo señala el diccionario, el tropel. Es decir, “la muchedumbre que se mueve en desorden”. Eso ocurría en la ciudad de México al aterrizar del milagro alemanista. Iniciaban los años sesenta, la industrialización del norte de la ciudad (Naucalpan y Tlalnepantla) coincidía con el crecimiento del PIB al seis por ciento, equiparable al de China. El inconveniente radicaba en que el proletariado vivía en el oriente de la urbe (Ixtapalapa, Ciudad Neza) y las industrias se habían instalado en el otro extremo de la ciudad.

         El referido tropel –en una metrópoli que sumaba 4 millones de personas– se había remediado parcialmente con la implementación del Anillo Periférico, que aliviaba en mucho el tránsito vehicular norte-sur (de Ciudad Satélite a Xochimilco), sólo que ese privilegio concernía a los automovilistas particulares, no a esos trabajadores que debían emplear cuatro horas en el traslado cotidiano del hogar a la fábrica. Hubo entonces alguien que imaginó la instrumentación de un sistema que, en sus palabras, “democratizase la velocidad” de esas personas tiranizadas por el régimen de camiones que dominaba la urbe.

         Esa persona era el ingeniero Bernardo Quintana Arrioja. quien se entrevistó con el Regente de entonces para exponer la necesidad de construir un tren subterráneo, un Metro, igual que en las principales ciudades del mundo. Ernesto Uruchurtu fue inflexible: no, imposible, ni me hablen de eso. El ingeniero Quintana, fundador de ICA en 1947, había realizado un seguimiento particular. Luego de visitar los Metros de Nueva York, París, Moscú y Tokio, cargaba una carpeta con apuntes, fotografías y bosquejos. Pero no, imposible, hasta que en octubre de 1966 se dio el cambio en la conducción del DDF, cuando el coronel Alfonso Corona del Rosal quedó al frente del gobierno capitalino.

         Una semana después ahí estaba el ingeniero Quintana con su proyecto. Es necesario “democratizar la velocidad”, insistía al mostrar las fotos de aquellos autobuses atestados; la obra será concluida en tres años y contará finalmente con tres líneas que beneficiarán los cuatro polos urbanos. Pero eso es imposible, adujo el Regente, “el suelo de la ciudad es fangoso; el Metro se hundiría”. A lo que el ingeniero Quintana repuso: “No, no se hunde. Ya lo construimos y resiste”. ¿Cómo?

         Entonces Quintana condujo a Corona del Rosal a un terreno en la colonia Agrícola Oriental donde, ciertamente, sus técnicos había construido un tramo de 150 metros de cajón subterráneo. “Tiene un año ahí”, le mostró las fotos. “Y no se hunde porque está construido con el modelo del cajón Milán, donde el suelo es igualmente lodoso”.

         –No se diga más –le dijo–, yo convenzo al Presidente. Es una obra indispensable. Tiene usted razón.

De ese modo, en tres años la metrópoli sufrió una transformación inusitada. Las obras “destriparon” materialmente media ciudad, de modo que el 4 de septiembre de 1969 el Metro quedó inaugurado toda vez que, de último momento, se decidió ampliar los andenes para que cupieran convoyes de nueve carros, y no de seis como originalmente se había proyectado. Hay una foto del viaje inaugural donde van muy contentos Díaz Ordaz, Corona del Rosal y el ingeniero Quintana.

De por medio había transcurrido, ciertamente, el año de 1968, que trastocó el alma nacional. Hubo Metro y la velocidad del desplazamiento ciudadano, como había ensoñado el ingeniero Quintana, se democratizó en los términos más elementales. El boleto costaba un peso, y por un peso se podía viajar de Tacuba a Portales y de Observatorio a Pantitlán. Chava Flores no tardó en componer la trova que celebra: “voy en el Metro, ¡qué grandote,
rapidote, qué limpiote!
¡Qué deferencia del camión
de mi compadre Jilemón…”

Ahora se cumple medio siglo de aquel proyecto cumplido. No es políticamente correcto recordarlo, pero la ciudad de México le debe su sobrevivencia a la obsesión de Bernardo Quintana, que hace retemblar la tierra cada minuto al obsequiarnos esa promiscua pero democrática velocidad.

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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