Mauricio Carrera
Primero, el zumbido cerca de la oreja.
Luego, el primer ataque.
Corro en el mismo sendero de siempre, junto a un canal de aguas verdes donde hay garzas y tortugas, y de pronto la inesperada agresión.
El segundo ataque, el tercero, el cuarto.
Una abeja me persigue.
De ser un pájaro, diría que lanza picotazos. Me roza el cabello, los hombros, el cuello. Me cubro, suelto manotazos, no descuido la carrera. Ahí sigue.
¿Trata de ahuyentarme? ¿Se defiende de mí por considerarme un peligro? ¡Por favor, no soy un abejicida!
No escucha razones. Sospecho que su afán es clavarme su aguijón. Ya me veo adolorido y enojado, molesto con palabras como panal, hábitat o ecología. ¿Mamá naturaleza puede recibir mentadas de madre?
Corro, del trote ligero paso al trote con más brío, y no se da por vencida.
Quien me viera diría que estoy loco, un loco de atar, con los manotazos que doy al aire, cerca de mi cabeza, para quitármela de encima. Ve fantasmas en la noche de trasluz, pensarían. Anda mal de la chaveta, de la choya, de la azotea.
La abeja es rápida, ágil, de vuelo acelerado, empecinada en agredirme. Me da garnuchazos en el cabello. No me pica, sólo me roza, me toca de manera perceptible y multiplicada, a la manera de un avión que en vuelo rasante tuviera la misión de tocar mi copete, mis patillas, mi peinado un poco a lo ahí se va cuando salgo temprano a hacer ejercicio.
Pinche abeja.
Corro más rápido, lo que permiten mis gastadas rodillas.La abeja me persigue un rato y se esfuma. Así como vino, desaparece.
Quedo aliviado, también desconcertado. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué esa agresión tan espontánea? Otro misterio del reino natural.
Es un sitio digital abierto a todas las ideas, emociones, libertades, política, literatura, arte y cultura.