El sueño duró 74 años. El dirigente bolchevique, enardeciendo a sus huestes radicalizadas, arengaba que era el momento de una sola consigna, “¡audacia, audacia y más audacia!”. De ese modo fue que derrotaron a los prudentes mencheviques, se disolvió el Congreso (la Duma) y con el asalto al Palacio de Invierno, en San Petersburgo, terminaba el gobierno moderado de Alexander Kerensky para lanzar a la historia el primer gobierno de los desheredados, los explotados, los obreros constituidos en consejos revolucionarios (los “soviets”) que, bajo la guía de Vladimir Lenin y León Trotski, se apoderaban del rancio imperio de los zares.
No sólo triunfaba el ala radical del movimiento revolucionario, encumbrando al proletariado ruso, sino que vencían también las ideas de Carlos Marx y Federico Engels, autores del legendario “Manifiesto Comunista”, que inicia con aquella desafiante frase: Un fantasma recorre Europa, sí, es el fantasma del comunismo. La revolución rusa era el espejo, un poco, de aquellas dos que igualmente cimbraron al mundo: la francesa, que guillotinó a la monarquía en 1789, y la mexicana, que arrasó con la dictadura encopetada del oaxaqueño Porfirio Díaz, tan asiduo a los polvos de arroz.
El martes pasado voló al cielo el alma de Mijaíl Gorbachov, el último dirigente de la (hay que deletrearlo) Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS. El sueño leninista escurría así por las estepas, vencido el “hombre social” que nunca quiso desprenderse, no del todo, de la propiedad personal, privada, de las cosas y los dineros. En la Navidad de 1991, tras el derrumbe del muro de Berlín (1989), se extinguía el estado soviético y con ello daba inicio el renacimiento, matizado, del nuevo imperio ruso bañado de tintes “democráticos”. Las palabras del dirigente Gorbachov, entonces, son memorables:
“Hemos acabado con la Guerra Fría, se ha detenido la carrera armamentista y la demente militarización del país, que había deformado nuestra economía, nuestra conciencia social y nuestra moral. Nos abrimos al mundo y nos ha respondido con confianza, solidaridad y respeto”. Sí, sobre todo por las 3 mil ojivas nucleares que aún posee, diseminadas a todo lo ancho de su territorio, y capaces de destruir igual número de metrópolis.
Gorbachov será recordado por su ímpetu reformador, que la triste realidad cívica le impidió consumar. Las llamó Glasnost y Perestroika (apertura y reestructuración), con las que pretendió modernizar a la URSS, hacer más partícipe al ciudadano, ralentizar la presencia del aparato estatal y su burocracia. Pero, como tantos otros dirigentes nacionales, se quedó en el intento. Encima que la azarosa realidad actuó en su contra: el accidente nuclear de Chernóbil, en abril de 1986, fue un pésimo presagio que delataba el desastre y la corrupción que imperaba en el aparato productivo soviético.
Fueron los años de la guerra en Afganistán (el retiro de las tropas soviéticas), la de Kuwait e Irak. Las conversaciones con Reagan y Bush padre, el permio Nobel de la Paz, la firma en 1987 del acuerdo (INF) para eliminar las armas nucleares de mediano y corto alcance.
Buenas intenciones y malos resultados. La Rusia de Putin, hoy, recuerda las tropelías de su muy antiguo antecesor, José Stalin, lo mismo que Nikita Kruschev llevando misiles nucleares a la Cuba de Fidel (1962), y que dio lugar a la “crisis de octubre” que mantuvo en vilo la sobrevivencia misma del planeta. Ahora el sucesor de Gorbachov (y de Boris Yeltsin, desde luego) juega la misma artimaña de amenaza e invasión. Quisiera recuperar los años de expansión cuando el Ejército Rojo de Trotski, cuando los zares de todas las rusias impusieron su poder del mar Negro y el Báltico al océano Pacífico.
Recordaremos al buen Mijaíl y sus denodados esfuerzos por apaciguar y enderezar al país más extenso del planeta. No lo logró, no del todo, tan lejano de la “felicidad del hombre” buscada por otras constituciones, como la norteamericana. Fue el sepulturero del sueño proletario (al menos en Rusia), y los espectros que asoman, una vez más, en el mismo camposanto.
Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.