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Los velorios…

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Cada que se anunciaba un velorio en casa, la chquillada se volvía loquita de contento y no era para menos: nadie nos notaría, no tendríamos que dormir temprano, al siguiente día sin escuela y durante el sepelio comeríamos galletas y antojitos reservados para los dolientes.

Verdaderamente la gloria. Cuando cada quien decida irse a la cama se derrumbaba en un sueño agotador. Algunos se sentaban en las sillas y allí quedaban frititos.

Recuerdo los velorios sin una emoción particular. Se hacían en las casas porque antaño no conocíamos la más triste idea de que existían negocios dedicados a velar y enterrar muertos.

La sala era despejada. Allí se colocaría la mesa donde pondrían el féretro. A los lados espacio suficiente para algunos chunches religiosos y en la cabecera el consabido Cristo doloroso, préstamo del cura de la zona, con su base de latón moldeado.

Cruzando el pasillo, en la recámara principal, se concentraban las mujeres que se dedicaban a consolar a las hembras deudoras del fallecido.

En los corredores del patio principal se colocaban sillas no muy altas y allí se aposentaban los varones a los que se surtía constantemente de café con piquete. Charanda Tancítaro, desde luego.

Al transcurso de las horas, la bebida se iba transformando hasta terminar en piquete con un poco de café. El ambiente también cambiaba, quienes estaban cerca de la puerta de entrada, con lamentos y carantoñas dolorosas, exaltaban las virtudes del fallecido.

Los que se refugiaban en los asientos más alejados, subían el tono de chascarrillos y risas y festejaban abiertamente los incidentes de vida del personaje central convirtiendo el duelo en una pachanga.

No variaban, los infantes correteábamos y visitábamos la cocina en pos de las galletas y algunos bocadillos que se repartían generosamente a los asistentes. Dolientes, se llamaban entre sí

Registrábamos todo lo que pasaba y cuando las lloriqueantes rezanderas comenzaban su tarea, huíamos a la calle, al parquecillo frontero para que no nos obligaran a participar.

Se escuchaba el trote de las mujeres al cruzar el pasillo. Silencio absoluto, cesaban murmullos, risas y cuentos.

Con voz fuerte, una dicción clara lo que confirma que se trataba de alguna monja comisionada a la ceremonia, comenzaba las estaciones del Rosario y las jaculatorias a coro, con tono nasal, de las allí sí, dolientes.

La escena se repetía hasta que el número de concurrentes bajaba en forma notoria. La más cercana familiar permanecía en la recámara a donde acudían a darle el pésame

Increíble que a pesar de la enorme cantidad de lágrimas vertidas, no se deshidrataran. Si acaso una hinchazón y enrojecimiento en torno a los ojos. Lo combatían un día después, fácilmente con rodajas de pepino.

Como secuela y según cada costumbre familiar, semanas y hasta meses, no se escuchaba la radio, tampoco se cantaba y a las más jóvenes les imponían un sayo monjil con una cuerda de tela tejida a la cintura.

Los varones, bendito sexo, nos largábamos a la calle con nuestra ropa acostumbrada y a realizar las travesuras de costumbre.

Cantábamos, por alguna influencia diabólica, decíamos todos las leperadas sabidas, mirábamos a las niñas por detrás para luego imaginar escenas sicalípticas.

Hablo de infantes bordeando la decena de años de existencia. Con ese reto a lo que indicaban las reglas de respeto y buen comportamiento, nos sentíamos audaces.

Aunque en la noche, la verdad, no nos atrevíamos a bajar los pies de la cama por temor de que el muertito, indignado, nos jalara. Y eso también duraba…Y vale aclarar, nunca se abrían rendijas para mirar al muerto. Si era matado quedaba muy feo y si era morido, por simple respeto.

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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