Inicio CELEBRIDADES Pancho Villa…

Pancho Villa…

307

El reciente aniversario del cobarde asesinato de Doroteo Arango, Francisco -Pancho- Villa, desató toda suerte de cuentos y leyendas en torno al personaje que así muestra que es universal y eterno.

En mis años de periódicos recorridos por Centroamérica, luego por países del extremo sur, llevaba siempre una buena dotación de prendedores con un sombrerito charro y un sarapito tricolor. La gente recibía el obsequio con agradecimiento.

Para niveles de relación más elevados, usaba “Descubrimientos en México”, obra de Egon Erwin Kisch, descriptiva de temas como el chicle, su extracción, la explotación de los trabajadores y el destino final del producto en boca de los adolescentes gringos que los escupían en las calles dejando manchas y rodetes pegajosos por todos los pisos.

La obra también explica las leyendas del origen del maíz y su uso supremo, la tortilla que es sopa, plato, cuchara y muchas otras maneras de uso.

El regalo estelar, era un disco de 33 revoluciones, con una selección de canciones dedicadas al Centauro del Norte, cuya imagen célebre, arrendando, rayando al cuaco adornaba la funda del acetato.

Era mi mejor tarjeta de presentación cuando visitaba redacciones de medios impresos o electrónicos. El disco y luego una reunión en torno a un café, abría las puertas por donde posteriormente colaba materiales de mi agencia o por donde salía información para mis trabajos noticiosos.

Tanto compré los libros y los discos, que un buen día me enteré que ya no estaban en el mercado y que en forma idiota hasta los ejemplares de mi colección personal había regalado. Transcurrió un largo periodo para que don Andrés Henestrosa que tenía repetida la obra, me cediera un ejemplar de los Descubrimientos.

Del disco de Pancho Villa, gratamente interpretado por un conjunto de tonos y sabores campiranos, pues no hubo remedio y nunca pude, a pesar de mis esfuerzos inclusive vía empresa discográfica, reponerlo.

Empleado como operador de máquinas de contabilidad, abuelas de las hoy usuales computadoras, mi vecina era una mujer de gran tamaño, de edad madura, de genio vivo, incapaz de sonreír y absolutamente convertida en una Esfinge a la hora del trabajo, que hacía sin siquiera voltear a los lados.

Como eran artefactos que apenas introducía a México, The National Cash organizó un cursillo principalmente para hacernos conocer el cambio de la barra frontera, arriba del enorme desplegado alfabético y numérico. Cada barra programaba para distinta función el artefacto. Una maravilla en ese tiempo.

El vendedor instalador de las máquinas, de apellido Yáñez puso especial atención en Celia Herrera, la norteña aludida. Al escuchar que el sujeto le decía señora, monto en cólera, aclaró que era señorita y que ningún tal por cuál…

Lo interrumpió con voz cálida, deliberadamente amable con lo que la desarmó. Le pidió disculpa y le explicó que la había llamado así por respeto, como se nombra a una dama… y remató: y desde luego en razón de su edad.

El entripado le duró a Celia varios días en los que si antes ni siquiera notaba que haba varones en su entorno, ahora nos miraba con furia contenida, con odio.

No entendía la razón de la dama y sólo pensaba que, bueno, no le agradaban los hombres pero no era eso, igualmente rechazaba a las mujeres.

Me hablaron de su libro cuando en su Ford sedaneta 1946, sobre el vidrio trasero aprovechando que la señora no practicaba mucho la limpieza del auto, alguien escribió con un dedo pero con gran claridad: ¡Viva Villa!

Celia se había retirado y supuestamente iba camino a su casa. Eso suponíamos cuando la vimos entrar a la oficina, el rostro descompuesto, babeante, la ropa mal acomodada y un abrecartas empuñado. Apocalíptica visión que nos asustó a quienes todavía estábamos en la oficina.

Con gritos desaforados, a todo pulmón y balbuceante, exigía que le dijeran quién había sido el hijo de mala madre que le había dejado ese mensaje en su coche. Recorría de lado a lado la extensa oficina de la llantera Goodrich Euzkadi, ante la mirada aterrorizada del jefe, de apellido Salviejo, un anciano gachupín muy buena persona.

Nos fuimos escabullendo uno a uno y en la calle por puro sadismo permanecimos hasta que la vimos salir y marcharse. Fue el argüende del mes todos lo comentaban y alguien, no recuerdo quien, me explicó:

Celia Herrera era hija de un general villista que fue fusilado en compañía de un hijo. A partir de entonces su misión de vida fue documentar y difundir los abusos y crímenes del jefe de la División del Norte.

Nunca encontré la obra de la dama, por lo que nunca supe sus argumentos para mantener un odio, una furia tan enferma y tan permanente. Ignoro si todavía vive, porque era bastante mayor que yo y bueno ya no me cuezo ni al primer ni al segundo hervor…

Artículo anteriorDos mujeres
Artículo siguienteLa Universidad y el movimiento feminista
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario
Por favor ingrese su nombre aquí