Sala de Espera
Gerardo Galarza/En Concreto Multimedia
Hay quienes piensan que la democracia es el mejor sistema de gobierno; otros creen que está sobrevalorado. También es una certeza que muchos de quienes llegan al poder mediante el sistema democrático hacen todo para destruido y así permanecer en ese poder.
Wiston Churchill, el gran estadista, aseveró que la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de los todos los demás que la humanidad ha inventado. Idealmente lo es: el concepto de la democracia, literalmente el poder del pueblo, de los ciudadanos, es mejor que cualquier otro sistema de gobierno: la teocracia, la safocracia, la aristocracia, la monarquía, la tiranía, la dictadura, aunque en estos tiempos los países con monarquía parlamentaria ofrecen la mejor calidad de vida a sus gobernados.
El mayor problema de la democracia es que depende de los ciudadanos, todos sin excepción: ricos y pobres, privilegiados y excluidos, preparados e ignorantes, mujeres y hombres, viejos y jóvenes, militantes y apartidistas, votantes y, sobre todo, abstencionistas, conservadores o liberales, de izquierda o de derecha (aunque hoy esta clasificación sea absolutamente falsa); de los diferentes, todos confrontados entre sí.
Por supuesto que todos los ciudadanos tienen el irrestricto derecho de creer y votar en y por la opción política que les plazca. ¡Faltaba más! Para eso es la democracia.
El problema es la negación de la realidad, la social, la colectiva, el fanatismo político, tan arraigado como el deportivo. Todos tenemos derecho a “irle” al propio equipo de futbol y defenderlo aunque esté en la parte baja de la clasificación, siempre fieles aunque pierda y, como se dice con ironía, “manque” gane.
El fanatismo deportivo tiene consecuencias para quienes lo ejercen: el pago de una apuesta, una mala tarde, las burlas de sus contrarios en la oficina y la esperanza de ser resarcidos la próxima semana. Pero, en la democracia las consecuencias del fanatismo suelen ser graves y a veces desastrosas para la comunidad. Nadie entiende o quiere entender que la obligación ciudadana de acudir a votar –una buena parte del padrón, más o menos entre el 40 y 45 por ciento no lo hace- no termina a la hora de emitir el sufragio y que su decisión traerá consecuencias en todo el país.
Una muestra de ese fanatismo es la reacción de muchos de los simpatizantes de la candidata de la oposición ante las críticas por su desempeño del debate presidencial. Asumieron la misma postura de sus contrarios: la descalificación y la agresión; la polarización, pues. Ellos no son demócratas; no reconocen la crítica ni los cuestionamientos como parte del sistema democrático; tampoco reconocerán la división de poderes ni los contrapesos necesarios al poder. Son votantes que necesitan, como siempre en México, de un Mesías que venga y haga todo el trabajo para que les resuelva sus problemas personales, para que, como antes, aspiren a que “la Revolución les haga justicia”, al igual que los apoyadores de la candidata del oficialismo.
La democracia es nuestro país es un ente extraño, que no llega a los 30 años, y hoy sufre el mayor ataque, principalmente desde el poder, para conservar los privilegios de la antidemocracia, del populismo y el totalitarismo.
La única defensa es salir a votar… por quien usted quiera y asuma las consecuencias de su voto.
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