Por Guillermo Vega Zaragoza
Uno puede escribir
alegremente que se va a suicidar.
Georges Perros
Voy a hablarte de un hombre
pero no de ése que escribe
con caligrafía palmer
y sueña a ser montaña
para tratar de conquistarte.
Te hablo de alguien
al que no le basta soñar
con ser montaña.
Él es la montaña.
Te hablo del poeta,
un ladrón, un forajido,
que sin vergüenza hurga en tus secretos.
Te hablo del poeta
que no renuncia a tu cuerpo,
al que le tiemblan las manos
cuando traza la agonía de tu perfil,
que muerde y ya no suelta
cuando lo tientas,
que se arrastra para lanzarse
desde el precipicio de tus senos,
el que más que tu esencia
desea la fragancia de tu centro,
que te sostiene la mirada
y puede morir bajo el peso de tus párpados,
el que blasfema y maldice
y al final se quedará siempre solo,
el que traicionaría a Dios
para descifrar el misterio rosado
al final de tu espalda.
El que recuerda todo
porque lo sabe todo.
El que no dibuja con luz
pues él es la luz.
El que no cree en señales
ni cambia tu nombre en la primera cita,
el que te conoce desde el principio
porque él ya era antes de ti.
El que hurta
y arranca vidas sin remordimientos,
el que habita en la soledad de tu cuaderno.
Te hablo del poeta,
el hombre con hambre de nombre,
el ser más desgraciado,
que medra, se arrastra,
traiciona y se agazapa.
El que no tiene amigos
ni te tiene a ti.
el que sólo tiene palabras
para sobrevivir,
aunque las palabras no sirvan de nada.
(De Preñar el silencio, Editorial NarrArte, 2001)
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