De no creerse, pero es cierto. Hay que cuidarse porque no falta el vivo que pide prestado y luego, socarrón, nos lo recuerda… “inocente palomita, que te dejaste engañar”. Y no pagará, amparado en la inocentada de la fecha.
Todo remite a Herodes, cuentan, el día que mandó masacrar (es el verbo) a todos los niños menores, una vez que le llegó la nueva aquélla de que había nacido uno que sería rey por encima de todos. Y se instituyó la leyenda, 28 de diciembre, de los Santos Inocentes.
Con la fecha pasó a mejor vida el compositor yucateco, legándonos frases que forman parte ya del inconsciente colectivo… “adoro la calle en que nos vimos”, “esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú”, “no, porque tus errores me tienen cansado”. Armando Manzanero fue un compositor inspirado como pocos. Equiparable a José Alfredo, a Agustín, a Juan Gabriel, a Consuelito Velázquez, el meridano fue dueño de una lírica de extraordinarios vuelos románticos. Muchos lo negarán, pero nuestros romances juveniles fueron acompañados por las inspiradas frases del hoy llorado trovador.
La inocencia, decíamos, acompaña la fecha. Y como todos lo creemos todo, somos igualmente inocentes. Igual que los niños de Galilea cuando, sin saberlo, fueron pasados por la espada. Y nos lo creemos todo, especialmente en estos días, cuando las cifras y las gráficas pueden significarlo todo… que ya vamos de salida, o que entramos en un periodo altamente crítico. Lo mismo da, es cuestión de interpretación, al fin que los datos míos son otros que no corresponden a los tuyos. Inocente ciudadano.
“Mantenemos un cariño, limpio y puro …para hablarnos, para darnos el más dulce de los besos”. Inocentes, sí, porque Somos Novios, hubiera subrayado Manzanero.
Los inocentes son los manipulables. Suéltenles cualquier patraña que se creerán el cuento como si la gran verdad. Ya lo dijo Goebbels, “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. De ahí la necesidad de machacar todos los días la misma monserga, hasta que la “nueva verdad” permute en dogma.
Sinónimos de inocencia son la honradez, la ingenuidad, el candor, la castidad, la simpleza, la puerilidad, la ignorancia. En su día, celebramos pues a los cándidos que se lo creen todo. ¿Que las vacunas provocan una enfermedad que pinta de verde las uñas? ¡No me digas! Ahora que el arrogante míster Trump va finalmente de salida, extrañaremos todos los embustes que se cansó de lanzar contra la lógica ciudadana, porque eso de beber desinfectante de cloro para evitar el virus, fue cosa de locos que no pocos se lo creyeron.
¿De dónde nuestra credulidad? ¿Es algo innato? Posiblemente sí, porque la mula no era arisca, recuérdese, hasta que le llovieron los palos. Así la ciudadanía en vísperas de elecciones. Lemas de campaña, eslógans, declaraciones, promesas y todo tipo de pronósticos derramando miel y ensoñaciones. Y si nos la creemos es porque el ciudadano (crédulo al fin) es en el fondo un ser inocente. El famoso “buen salvaje” mencionado por Jaques Rousseau, que al hacerse ente social debe iniciarse en las envidias y las mezquindades del otro.
Buena parte del éxito que tuvo Manzanero con sus canciones, fue que sus baladas se sustentan en esa, llamémosle “inocencia natural” del enamorado. A diferencia de otros compositores más cargados al reproche, los celos y el reniego, Manzanero fue un defensor de la ternura inocente. Se cansó de repetirlo: “Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones”, “Mía, nunca olvides que sigues siendo mía”.
Todos fuimos santos inocentes al enterarnos del nuevo virus. Que estaba demasiado lejos, que nunca llegaría a un nivel catastrófico, que el cubrebocas estaba por demás. Sí, claro. El paso de las semanas se encargó de sacarnos de ese marasmo de ingenuidad, hasta convertirnos en los escaldados paranoicos de hoy. Nos hemos acostumbrado a vivir sin abrazos, sin besos, sin cariños y apretujones de compadres en el tercer tequila. En todo caso, desde la ventana, nos contentamos con mirar y ver, sí, que esa tarde llovió y vimos gente correr. Todos somos inocentes.
Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.