Inicio TURISMO/CULTURA “A mí la composición no me ha dado para vivir”: Mario Lavista

“A mí la composición no me ha dado para vivir”: Mario Lavista

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Por: Elvira García

Entrevisté al compositor Mario Lavista en febrero del 2015, cuando él tenía 71 de edad. Pero no fue la última vez que lo vi. Me encontraría con Mario en dos ocasiones más. Una, en el homenaje a Raúl Lavista, su tío, en la Fonoteca Nacional. Y, otra, en 2019, en un concierto organizado por nuestra amiga en común, Ana Lara, quien fuera su alumna de composición en el Conservatorio Nacional de Música.

Esa noche, al finalizar el recital, Mario y yo conversamos mientras tomábamos una copa de vino. Se le veía sano, fuerte, hermoso; seguía siendo el hombre más sencillo, poseedor de una risa suave, musical y contagiosa. Me platicaba de unos asuntos personales que le causaban decepción, enojo, mucha tristeza y le restaban energía, fuerza para trabajar .

Tales problemas lo tenían enredado en asuntos legales y judiciales, un mundo que desconocía y no le gustaba. Yo no podía imaginar a ese ser musical, lector de poesía y amante del cine y la pintura, metido en las kafkianas barandillas, descifrando el retorcido lenguaje de los abogados. Recuerdo que me dijo que le asqueaba acudir a los juzgados por la gran corrupción del Poder Judicial.

Vino la pandemia y todos nos encerrarnos a siete llaves. Todavía en junio del 2021 nos mensajeamos por Whatsapp. Lo último que me escribió fue esto: “Querida Elvira, tengo una llamada tuya. Por alguna secreta razón no sirve mi teléfono. Un abrazo grande”. Nunca más pude hablar con él, por esa “secreta razón”. Mi única pregunta: “¿Cómo estás?” quedó congelada en el Whatsapp; no imaginaba que sería la última que le formularía. No volví a tener contacto con él; me inquietó ver que leía mis mensajes, pero no los respondía, por aquella “extraña razón”, supongo. Meses después, la respuesta a esa única pregunta llegó sola, amargamente cruda: La tarde del 4 de noviembre del 2021, fallecía Mario Lavista, a los 78 de edad; por los diarios me enteraría que llevaba meses enfermo de cáncer. Y que éste lo venció.

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Fotógrafo: Martín Gavica

Se fue Mario Lavista Camacho, profesor de composición en el Conservatorio Nacional de Música, con casi medio siglo de impartir cátedra, formando músicos. Ingresó en el Colegio Nacional antes de los cincuenta de edad. Tenía cuarenta y ocho cuando recibió la Medalla Mozart, y el Premio Nacional de Ciencias y Artes. En 1987 mereció la Beca Guggenheim para componer su primera ópera: Aura, basada en el relato de Carlos Fuentes; no tuvo el éxito que Mario deseaba, y hay críticos que dicen fue una obra no bien resuelta; sin embargo, ha motivado varias tesis de especialistas.

Andaba Lavista por los 44 años de edad cuando se hizo miembro de la Academia de Artes y de la Mexicana de Cultura.  Siguió también la vocación que le inculcó su tío, Raúl, el compositor para cintas de la época de oro del cine mexicano.

Yo conocí a Mario en 1980, en la UAM-Iztapalapa, cuando él comenzó a proyectar la revista Pauta, que nació en enero de 1982. Pauta revisaba todos los ámbitos de la música, y hablaba de libros e incluía entrevistas. En enero del 2022ese órgano habría podido cumplir cuarenta años de exisitir, pero dejó de editarse a finales del 2018. La Secretaría de Cultura no mostró interés en la tarea de hablar de la música del mundo y de sus artes asociadas. Hoy, Pauta es una revista de colección.

Como compositor Mario Lavista heredó al mundo poco más de setenta obras, en la cuales dio voz a sinfin de instrumentos, hermanándolos con la de otros poco comunes como los crótalos, unidos a la voz humana. Como jugando, y sin temor a la experimentación sonora, el compositor se arriesgó con piezas como: Marcias, para oboe y  ocho copas de cristal. Gran parte de su composición tiene al piano como principal figura, pero por igual compuso para el violonchello, el fagot y el piano preparado y, desde luego, para sopranos, tenores y barítonos.

En los años sesenta, cuando el mundo era una revuelta y los jóvenes deseaban cambiarto, Mario, que era un muchachito, abrió un camino nuevo para la música mexicana; no le gustaba ir por el ya andado por otros. Sabía que se exponía a la crítica, pero eso lo acicateaba. Su obra no siempre fue del todo comprendida; era un creador adelantado a su época; experimentó con todo tipo de sonoridades y dio nuevo sentido a los instrumentos convencionales. 

 Fue alumno de Karlheinz Stockhaüssen y de Jean Étienne Marie, en los años 1967 y 1968, época en que vivió en Francia; desde ahí viajó a Colonia donde participó en cursos internacionlaes de música nueva en Darmstadt. Escribió para la danza y la pintura el cine.

Mario amaba la poesía; él era, en sí, un poeta con su música nueva. En el homenaje póstumo que le rindió el Colegio Nacional, Claudia su hija afirmó que ya su padre era “luz sonora”.

A continuación, la charla que sostuve con mi amigo Mario Lavista.

Carlos Chávez fue como un padre para mí”         

            -Tenías 18 años cuando hiciste la música para una obra de Georges Bernard Shaw, que se llamó: Pasión, veneno y petrificación. Si hoy la escucharas, ¿qué dirías?

            -Afortunadamente, no la he escuchado ya; fue una música incidental para esa obra. Estaba yo haciendo mis pininos en la composición, no en la música, pues empecé a los 8 años a estudiar piano y seguí hasta los 18. Quise ser pianista, y hasta la fecha me gusta mucho el repertorio clásico para piano.

            -¿Es a los 17 de edad cuando ingresas al Conservatorio Nacional de Músical?

            -Mi historia en el Conservatorio tiene algo de triste porque, a los 16 años, renuncié a la carrera que me habían planteado en casa: la ingeniería mecánica que, hasta la fecha, me gusta mucho, debo confesarlo; la estudié en el Politécnico Nacional muy poco tiempo, pues tuve que decidir por una sola carrera, y no me costó trabajo, porque me gustaba mucho más la música. Y entonces fui al Conservatorio y ahí tuve una experiencia de gran tristeza, porque el director no me aceptó.

            -Y ¿por qué?

            -Por varias razones. Pensó que tenía mucha edad para iniciar una carrera musical, a pesar de que sólo andaba por los 17 años, y ya tocaba bien. Además, el director -que era Joaquín Amparán-, nunca me escuchó, y yo tocaba bastante bien el piano; después de más de ocho años diarios llegas a dominar bien el instrumento.

            -¿Por qué crees que no te quiso escuchar tocar el piano?

            -Simplemente por arbitrario. Pero lo que sucede con estas cosas es que, a la larga, son para bien. Recuerdo ese día como uno triste, que me causó mucha depresión. Entonces fui a ver a una querida amiga, Rosa Covarrubias, mucho más grande que yo, pues tendria 60 años y era la viuda del pintor y promotor de danza Miguel Covarrubias. Le platiqué a ella mi desgracia; ( y ríe) ahora sí que ¡viva mi desgracia! como cantaba Pedro Infante! Y Rosa me dijo: “No te preocupes, te voy a presentar con un gran amigo que se llama Carlos Chávez”. A los pocos días, me llevó a casa de Chávez, allá en Montes Pirineos. Y don Carlos se portó con una gran generosidad conmigo, contrario al director del Conservatorio.

            -Y él sí te escuchó tocar el piano?

            -Sí claro, él ademas era muy buen pianista. Le toqué algo de Chopin, de Beethoven, en fin. Y me dijo: “Usted tiene que estudiar otras materias para que su prepraración sea muy completa; debe cursar armonía, contrapunto, y más”. Y me dijo que no era necesario que estuviese en el Conservatorio, que las estudiara por fuera. Y seguí todos sus consejos, inclusive me ofreció que me podía escuchar al piano cada mes, para continuar supervisando mi aprendizaje.

            -Fue un tutor para tí…

            -Sí, como un padre para mí. Y cuando cumplí 20 años, ya había yo estudiado todo lo que él me recomendó. Como eran clases particulares, lo que hacía era estudiar música tiempo completo, así que esas materias que en el Conservatorio podían llevarme seis o siete años, las cursé en dos. Y, en el proceso de estudiar, comenzó a interesarme muchísimo la composición. Me di cuenta que tenía cierta facilidad para escribir un tema. A los 20 de edad, me dije: voy a intentar ingresar al Taller de Composición que Carlos Chávez impartía y había fundado en el Conservatorio. Entré al Taller  y estuve cuatro años.

            -¿Seguía el director Amparán al frente del Conservatorio? Qué cara te puso?

            -No, ninguna, porque no podía enfrentarse con Chávez, que era toda una figura. Entonces, el Taller de Composición fue gran experiencia porque era un lugar que aglutinaba a jóvenes muy deseosos de componer. Uno de mis compañeros fue Eduardo Mata,  él estaba uno o dos años delante de mí. Y la característica del Taller era que…. (ríe, mientras rememora)… ¡ay! es que Chávez era un workaholic, no hacía más que trabajar. El horario del Taller era de diez a dos, y de cuatro a ocho, todos los días, sin vacaciones en el verano. Y los fines de semana nos dejaba eso que los arquitectos llaman: una repentina, que es un trabajo de uno o dos días, y tienes que encerrarte para hacerlo. Recuerdo que nos llamaba el viernes por la noche para decirnos: “Ahora para el lunes, tráiganme una sonata para piano de 300 compases”. Y le decíamos: “No maestro, es que no nos va a dar tiempo”. Y él nos respondía: “No se preocupen por la inspiración; escriban, se trata de adquirir oficio; el oficio del compositor es saber escribir música”. Te cuento todo esto porque el ritmo de trabajo era sumamente intenso.

            -¡Qué bueno!, y a Chávez le habrá encantado que ese muchacho que llegó deprimido a su casa, muy pronto ya quería componer…

            -Sí, fue una etapa de mi vida realmente extraordinaria; sentía que día tras día tenía yo un gran avance en el conocimiento de la música. Y en adquirir el oficio.

            -Como el escritor, que arrastra diario el lápiz, hoy la computadora, para adquirir oficio…

            -Tienes toda la razón. En el fondo, el compositor es un escritor; escribimos música que después va a ser leída por un intérprete para descifrar sus signos, los cuales después va a escuchar el público. Adquirir el oficio de pianista lleva mucho tiempo, es algo también mecánico, que tiene que ver con los dedos. El oficio de compositor es complicado porque tiene que ver con la notación musical, hay que aprender a escribir para los instrumentos, conocerlos muy bien, porque no es lo mismo componer para piano que para flauta.

“El compositor congela el tiempo. El intérprete, el amo del tiempo”

-¿Tienes que saber qué  voz tienen todos los instrumentos,  o qué?

            -Debes desarrollar lo que llamamos un oído interno; es decir, lo que estoy oyendo es lo que estoy escribiendo. Si compongo una obra para orquesta, tengo papel pautado frente a mí y voy escribiendo, pero yo no tengo una orquesta frente a mí…

            -Entonces ¿tienes que imaginar cómo suena la orquesta completa?

            -Sí claro, debo conocer el sonido de cada uno de los instrumentos. La primera vez que uno escucha lo que escribió es en el primer ensayo; ahí es donde me doy cuenta si lo que tenía en la cabeza estuvo bien escrito, y si lo que oigo corresponde a lo que escuché cuando la estaba componiendo. A veces, el resultado es mucho mejor de lo que uno pensaba pero en ocasiones, en algunos pasajes, el resultado no es tan bueno, pero existe la gran ventaja de que puedo borrar y corregir.

            -Decía García Márquez que se escribe con ambos lados del lápiz, el de la goma y el del grafito, y que el buen escritor usa más la goma…

            -Yo creo que así es casi siempre, porque cuando el compositor escucha su obra de cámara o de orquesta, encuentra que hay ciertos ajustes que necesita hacer para que la pieza esté más compacta, o  mejor bien hecha. Lo que sí sería un desastre es que la obra no fuera como la imagina el creador en su cabeza, en su oído interno, que es muy diferente al externo.

            -El oído interno ¿se desarrolla?

            -Sí se desarollla, pero el compositor debe tratar de imaginar, dentro de sí, el tipo de música que quiere crear. Es un proceso que a mí me fascina porque es muy evidente que la música es un arte que corre en el tiempo y está hecha de tiempo y de sonido. Bueno, la paradoja de todo este oficio es que, cuando el compositor escribe en un papel una obra, de alguna manera debe congelar el tiempo. Si no,  se va, se va. Y se congela a través de los signos de notación musical. Y quienes van a descongelar ese tiempo son los intérpretes; ellos son los verdaderos amos del tiempo, pues van a dejar correr la música, en la única dimensión en la que puede correr: el tiempo.

            -¿Uno es el tiempo del compositor y otro el del intérprete?      

            -Y el tiempo de la música. Cuando veo una partitura de Beethoven, sé más o menos cómo está sonando, pero necesito tocarla para que corra en el tiempo que Beethoven quiso. Y el compositor se vale de muchos subterfugios; por ejemplo, debe  anotar a qué velocidad va tal pasaje; tiene el metrónomo, sabe que la negra va lenta; que aquí debe acelerar, aquí otro presto, en fin. Al escribir, el creador debe señalarle al intérprete a qué velocidad quiere que su música vaya corriendo e indicarle asuntos como la dinámica. Todo eso tiene que ver con la escritura; por eso tienes toda la razón: el compositor es un escritor.

            -Has compuesto varias obras para el Cuarteto Latinoamericano, de hecho tienes antigua amistad con sus miembros…

            -Tengo la fortuna de ser amigo de los cuatro, en particular de Arón Bitrán, y él, con enorme generosidad, me ha enseñado a escribir para las cuerdas. Porque yo el único instrumento que toco es el piano, asi que cuando me enfrento a otros, siempre me asesoro de los ejecutantes, flautistas o clarinetistas, a fin de que la obra tenga sentido para ellos.

“La muerte de Raúl Lavista fue una catástrofe para mi vida”

-La gente te relaciona con Raúl Lavista, ¿cuando niño, tú sabías que tu tío era músico para cine? ¿lo acompañabas a las locaciones?

            -Raúl es de las personas más importantes para mí. Su muerte en 1980 fue una catástrofe para mi vida, pues buena parte de mi cultura musical se la debo a Raúl, porque él tenía en su casa una fonoteca absolutamente fantástica, de diez mil discos; entonces ahí pude, todos los fines de semana, escuchar, por ejemplo, la obra completa de Wagner, Debussy, Ravel. Mi tío fue muy generoso conmigo, su casa siempre estuvo abierta para mí y, con el tiempo, colaboré con él en la composición de la música de la película: Flores de Papel, de Ignacio Retes. Eso habrá sido en los años setenta; yo ya había terminado de cursar el Taller, e ido a Europa a estudiar, y regresado.  Trabajar con Raúl fue gran experiencia, recuerdo que para ese filme, Retes quería música electrónica y Raúl escribió las partes de música convencional, y me pidió que yo hiciera los pasajes de electrónica, en la cual estaba yo muy interesado en esa época.  Y la cinta ganó la Diosa de Plata. Cuando yo era muy joven, Raúl me ayudaba mucho contratándome para ser parte de los ejecutantes de la música para muchas películas que él musicalizó; eso me permitía ganar algún dinero y me familiarizaba con el mundo del cine y la música para ese arte.

            -Después haces música para cine y televisión. Que imagino es un mundo distinto para tí, compositor de obras para conciertos.

            -Más o menos, al final de cuentas, son imágenes las que estás musicalizando. Efectivamente, en el caso de la televisión, comencé gracias a Héctor Tajonar, quien me pidió hiciera la música para la serie que conducía Octavio Paz, y que Tajonar dirigía, en Televisa. Me pidió musicalizara ocho programas, y creara la entrada de la serie, cosa que hice con muchísimo gusto, y más tratándose de Paz, el gran poeta. Y comencé a involucrarme en el cine, también gracias a las películas de Nicolás Echevarría, quien además es mi gran amigo y lo admiro muchísimo por sus documentales, son únicos en México. Desde 1974, con: Judea, Semana Santa entre los Coras, hasta la última que hicimos hace un año, que se llama: Ecos de la Montaña (2014), he compuesto la música para casi todos sus documentales.

Compuse para cintas Echevarría y desempolvé los pianos de Julián Carrillo”

-Y ¿porqué no has querido trabajar con otro cineasta?

            -Lo que pasa es que a mí me une con Nicolás una identificación de orden estético, además de que él es un gran conocedor de la música; toca muy bien el piano, tuvo un grupo de rock, y otro de jazz; luego entró al Taller de Composición de Chávez, y bueno, allí yo fui como que su maestro (y ríe, como no creyéndoselo); y desde 1970, nos hicimos amigos. Llevamos 45 años de amistad, y el cine que hace me gusta y me interesa muchísimo. Además, con Nicolás el trabajo es de ida y vuelta.

            -¿Cómo podrías explicar eso?

            -Por ejemplo, en su cinta Cabeza de Vaca (1990) hay una secuencia que él me mostró cuando la estaba editando, donde el personaje principal da vueltas y corre. Y le dije: por qué no lo hacemos al revés: voy a componer la música, y tú haz la edición de la imagen de acuerdo con mi composición. Te lo platico porque es así, de ida y vuelta, a veces él edita de acuerdo a lo que compongo, y a veces yo escribo a partir de sus imágenes y su edición. Pero es un trabajo muy enriquecedor para los dos; yo soy feliz. Hemos hecho diez cintas, desde Cabeza de Vaca.

            -Me fascinó: María Sabina, mujer espíritu (1979), pero no recuerdo la música. Y tú me dijiste que esa es la finalidad de tu tarea en el cine…

            -Yo creo que en ciertas cintas la música debe pasar lo más inadvertida posible. Y en el caso del documental María Sabina, la composición tenía que ser tan discreta que no te distrajera, ni de la imagen de María, y menos de las sesiones de curación que ella realizaba. Sí hay música pero pasa desapercibida. Raúl Lavista decía que, tal vez, una muy buena musicalización para cine es aquella de la que no te das cuenta que está ahí, pero está ayudando al transcurrir de la propia película.

            -En los años setenta tú ya habías regresado de Europa de estudiar con Jan Étienne Marie y con Karlheinz Stockhaüsen, ¿qué hiciste de inmediato?

            -Apenas regresé, muy pronto me interesó la improvisacion musical y formé el grupo Quanta.

            -Que duró sólo dos años ¿por qué tan poquito?

            -Por dos razones. Una, Nicolás Echevarría era miembro del grupo pero decidió ir a Nueva York, para ser cineasta. Y me di cuenta que, después de dos años, casi yo no improvisaba libremente en Quanta, porque estaba echando mano de mi memoria, durante los conciertos de improvisación. La segunda razón fue que el tercer integrante del grupo, Fernando Baena, decidió dedicarse a la mímica, lo cual me pareció maravilloso: después de ser músico convertirse en mimo, que es la ausencia de sonidos. Entonces, esas  fueron las razones. Pero para mí, Quanta fue una de las grandes experiencias. Además debo decir que, después de la muerte de Julián Carrillo (1965), pude utilizar sus instrumentos.

            -¿Cómo fue eso, a ver cuéntame?…

              -Yo conocía muy bien a su hija Lolita Carrillo y me interesaban mucho los pianos y las arpas de su padre. Entonces, fui a su casa para decirle: por favor Lolita, préstenos los instrumentos de su papá, los queremos para darles nueva vida, porque además nadie los usa, están muertos aquí en su casa. Y ella respondió: “claro que se los presto, con mucho gusto”. Loa usamos para improvisación en el Grupo Quanta.

                              -Hay alguna grabación de un concierto de Quanta en el cual ustedes tocaran los instrumentos de Carrillo?

                              -Por ahí hay una o dos, pero yo no las tengo. Existe una que recogió Manuel Rocha, para un disco que hizo sobre la vanguardias musicales. Y él quién sabe cómo logró dar con una grabación del Grupo Quanta.

“Para hacer fortunas, hay que escribir un bolero, no música contemporánea”

-Y luego de Quanta, ¿a dónde te vas?, ¿ya vivías de la composición?

                              -Nadie vive de componer la nueva música clásica. Aunque hoy tenga más peticiones de obras por parte de artistas nacionales y extranjeros, nunca he vivido de la composición. A mí la composición no me ha dado para vivir. Lo que paga muy bien en la música es el cine.  Recibo de vez en cuando regalías por derechos de autor, pero son mínimas. No hay que olvidar que los compositores de la música contemporánea, hacemos una obra que no tiene multitud de oyentes; el destino de la música contemporánea es como el de la poesía: hay que escribir y leer poesía, evidentemente, pero veamos cuál es el tiraje de esos libros; sin embargo, hay que hacer poesía. Yo creo que la música nueva tiene ese mismo destino: la escucha poca gente, no sé si eso esté bien o mal, pero es un hecho. Y por lo tanto los derechos de autor tampoco son fortunas. Para hacer fortunas hay que componer un bolero que interpreten muchos cantantes y se haga muy famoso.

                              -Y, ¿cómo fuiste resolviendo tu vida práctica, gastos y demás?

                              -Como no escribo boleros, entonces, apenas llegué a México, después de estar en Europa, hice un examen para ser maestro del Conservatorio Nacional. Además, acababa de nacer Claudia mi hija, y no podía darme el lujo de ser un free lance, porque las necesidades de la niña eran cotidianas. Logré ingresar al Conservatorio a impartir clases. Y descubrí muy pronto que uno de mis lugares predilectos es un salón de clases; tengo 45 años como maestro y no me pienso retirar; me parece una actividad formidable.

                              -Has hecho música para danza y la pintura. Las artes que acompañan tu vida ¿cómo se integran a tu obra?

                              -El caso más directo en la danza es que Claudia Lavista, mi hija única, es bailarina, coreógrafa y directora del Grupo Delfos. Además, desde muy joven trabajé con la coreógrafa Guillermina Bravo, hacíamos giras y yo tocaba el piano. Luego colaboré mucho con Gloria Contreras; Quanta creó varias improvisaciones con el Taller Coreográfico.

                              -Y ¿tu relación con la pintura?

                              -Hice la obra: Danza para bailarinas de Degas, en homenaje a esas bailarinas de aquel cuadro. Tengo otra obra que se llama: El Pífano, que lleva el mismo nombre que un cuadro de Édouard Manet, donde hay un jovencito tocando ese instrumento, una pequeña flauta. En relación con Édgard Dega, me pregunto qué estarán escuchando esas hermosas mujeres dentro de esa pintura; porque están bailando y, a veces, aparece un músico tocando el fagot o el contrabajo; entonces pienso que sería una maravilla que lo que yo escribiera fuese lo que ellas están bailando; o, eso que interpreta el joven músico de El Pífano, de Manet, fuese la pieza que yo le estoy componiendo. Creo que hay cuadros silenciosos, y otros que tienen un sonido ensordecedor. Pienso en Paolo Ucello y sus obras de batallas; las veo, y escucho los cañones. En cambio, miro una pintura de Fra Angélico y ahí todo está tranquilo, en calma, quizás sólo escucho el crujir de una rama. Hay una obra muy bonita de Rufino Tamayo en el Museo de Arte Moderno; se llama: Las músicas dormidas; yo compuse para esa pintura y me pregunté: ¿Qué estarán soñando esas dos músicas? Seguramente están soñando música, o sonidos. Y compuse una obra pensando, utópicamente, que eso que escribo es lo que están soñando esas damas dormidas.

“Ante el papel en blanco, siento la misma inseguridad de mi juventud”

-Mario y ¿todos los días compones? ¿cuál es tu disciplina?

                              .Yo escribo por la noche, y siempre uso lápiz y goma. Soy un ser nocturno. Comienzo cuando ya no hay nadie, no suena el teléfono y todo mundo en mi casa está dormido; es ahí cuando yo puedo concentrarme. En el día, hago otras cosas; por ejemplo, doy clases, preparo mis conferencias para el Colegio Nacional, viajo mucho por distintas universidades de México y el extranjero. Pero el acto de la composición para mí es nocturno y en soledad. Que nadie se meta a mi estudio; quiero estar solo conmigo y tratar de imaginar esa música que ya estoy oyendo internamente pero ahora debo escribirla; si no, se queda en un mero proyecto, se vuelve música conceptual, no música real.

                              -¿Cuánto tiempo te puede llevar hacer una obra?

                              -Soy un compositor lento. Aura es ópera en un acto, pero me llevó dos años de trabajo cotidiano. Una pieza de orquesta implica, al menos, seis meses. Además, me gusta mucho escribir algo y dejarlo descansar, volver a verlo varios días después para saber si lo borro o sigo adelante.

                              -¿No te da miedo ni enojo tener que borrar?

                              -No, al contrario, me parece una enorme ventaja poder borrar, siempre lo hago; creo que todos los compositores recurrimos a ello; es mejor borrar a tiempo, en los ensayos. En la música siempre es posible, pues aunque la obra se toque o se grabe, si no me convence, pues hago una versión diferente; yo no estoy casado con lo que escribo.

                              -¿Cuántas cosas quisiste realizar pero no has podido? ¿hay algún rinconcito de tu vida en que falte algo por hacer?

                              -Lo único que te puedo decir es que a mis 71 años de edad[1], ante el papel pautado en blanco, siento la misma inseguridad que cuando era joven. Ese tema de la madurez, en mi caso, no se aplica. Empiezo a escribir una obra y estoy, no aterrado, pero sí inseguro de lo que voy componiendo. Y eso, siempre. No soy una persona de enorme seguridad en lo que escribo. ¡No, no, no!, es poco a poco, poco a poco que voy logrando algo.

                              -Pero, ¿hay un momento que dices: ya estoy seguro; esto está bien?; ¿eso te ocurre el día del estreno?

                              -No, en los ensayos. Para los músicos los importanttes son los ensayos.  El concierto es una consecuencia de ellos.

                              -Y en el estreno del concierto, ¿ya se te fue el miedo?

                              -Bueno, el miedo es ver cómo recibe el público la obra. Puede ser una catástrofe, o quizás aplaudan. Recuerdo que mi primera composición para orquesta la dirigió un hombre muy generoso e importante, que ya murió: Luis Herrera de la Fuente; las piezas iniciales para esa dotación las hice para él, porque las tocaba con las mejores orquestas de Latinoamérica. Pues bien, la primera obra que me encargó tenía piano como parte de la orquesta, y el maestro me pidió que yo tocara el piano, y acepté.  Bueno, la obra se estrenó en Bellas Artes, llegaron todos mis amigos y fue un fracaso, hubo una rechifla espeluznante. Yo tendría 24, 25 de edad y Herrera de la Fuente volteó hacia el piano y me dijo: “Venga, venga”. Y ahí voy yo; y todo eran puros buuus, y rechiflas. Y entonces él afirmó: “Así es esto; tiene que presentarse, dar la cara; y así será esto, siempre, siempre. (Y muere de la risa). ¡Lo bueno es que ya te lo dijeron!

                              -Mario, tengo una última pregunta por hoy: ¿Por qué camino de la vida nunca irás? Porque… todavía te falta mucho caminito por recorrer…

                              -Espero que todavía me falte mucho por andar, eso quiero…

                              -Yo también lo deseo. Entonces, ¿por dónde nunca irás?

                              -Nunca iré por la política: es un mundo terrible.

Oscurería, pasaban de las diez de la noche. En la calle, Mario esperaba el auto que pidió, vía una aplicación. Ni un taxi en medio del frío inviernal. Le propuse darle un raite a su casa. Y en el largo trayecto, seguimos charlando, ahora de la vida y los amigos, de la vida y sus misterios.


[1] Recordemos que esta entrevista la realicé en 2015

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