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Bestias capitalinas…

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Después de nacer y vivir en rancherías y en Morelia, donde ibas “seis cuadras pa’rriba” y otras tantas pa’bajo y ya estabas fuera de la ciudad y de pronto asomarte a un sitio sin principio ni fin, es traumático.

Se bajaba del autobús después de doce horas, quizá nada mas diez, de recorrido por una de las carreteras más hermosas del país con centenares de curvas, angosta, húmeda y con verdaderos muros vegetales a los lados para asomarse a un mundo de fantasía lleno de luz y bullicio.

La terminal de Tres Estrellas estaba en Niño Perdido, unos cuantos metros de Fray Servando. La primera visión, impactante, un hotel de muchos pisos y en esa visión un rascacielos. Morelia, ciudad maravillosamente chata, no contaba con esas edificaciones.

En lo alto, un enorme cartel con un rostro que movía la mano en péndulo, la llevaba a la boca, redonda, con un cigarro. Del hoyo circular salían anillos de humo.

La calle se alargaba entre marquesinas repletas de focos cuyas luces se correteaban; en el centro muchos tubos de colores, el nombre de alguna dama y el reclamo de bebidas gratis a la clientela.

Enajenante, no sabía a dónde mirar, todo era luz, color, música, autos que pasaban con ebrios y la radio a todo volumen, mariachis callejeros que se repartían a lo largo de la avenida.

De locos pero a la vez atemorizante. La gente, lo sabíamos antes de llegar, era ladrona, agresiva y pandillera. Nada para tranquilizar a los fuereños.

Ocasionalmente recorríamos San Juan con cientos de aparadores iluminados, fotógrafos callejeros —por ahí el Che Guevara—, restaurantes, la célebre churrería El Moro y así hasta llegar a la Alameda.

Nos dejaba con la boca abierta la cantidad de familias, de parejas noviando, los vendedores d chicharrón de harina con salsa, los elotes asados o en vaso y muchos vendedores de globos, rehiletes y banderines.

Una fiesta perpetua, desde nuestra perspectiva, que se hacía más sorprendente con visita al inmenso bosque de Chapultepec, el recorrido por el zoológico y el paseo por el lago con lanchas repletas de jóvenes siempre en pie de guerra. Terminaban empapados.

Con el respectivo coraje de la madre, al pasar por el lago alguien se acordaba del general Rauda, pariente lejano.

Se cuenta que el rústico pero muy valeroso mílite fue a visitar a su paisano, el presidente Lázaro Cárdenas al que propuso, ante el riesgo de un coletazo furioso por la expropiación petrolera:

Mira Lázaro, tu me mandas un par de submarinos a Pátzcuaro. Los llenamos de soldados, los hundimos y salimos acá por Chapultepec, les cáimos por detrás y ya verás…

Todos los días había algo de qué sorprenderse. Desde luego la cantidad de gente por las calles, las prisas que los llevaba incluso a las manos por un roce de hombros o una mirada mal interpretada.

El tío Leopoldo, hermano de mi madre, dejó sus quincenales visitas al Distrito Federal por un incidente nimio pero para él inaceptable. Político muy conocido en Michoacán, al caminar distraído por San Juan se rozó levemente con otro peatón.

Volteó esperando lo que le era natural: disculpe, señor Carrasco… no fue así, el furibundo capitalino con mirada retadora y puños apretados, le espetó: Fíjate por donde caminas, pendejo.

Triste, impotente, el tío dio por terminados sus viajes.

Impresión personal. Estaba convencido de que los llegados de la provincia éramos tantos o más que los oriundos detritusdefecalensis. Y como dicen, no hay peor cuña que la del mismo palo.

Amontonados en ghettos, tenían un comportamiento generalmente agresivo con los recién llegados. Por el viejo rastro están las colonias Michoacana, Morelos y alguna otra que no recuerdo.

Los inmigrados sostenían ciertos recuerdos y tradiciones, uno muy importante, la forma de sus viviendas con un patio circundado con un pretil lleno de macetas floridas y los arcos donde colgaban las jaulas con pájaros cantarinos.

Visité muchas de esas viviendas cuando laboraba en un turno nocturno en un banco y creamos un trío cantor (con cuatro miembros) llamado murciélagos; éramos invitados a llevar serenata casi a diario.

Los pueblerinos con antigüedad eran abusivos y agresivos con los recién avecindados, a quienes hacían víctimas de toda suerte de bromas y majaderías. Dicho mas claro, eran crueles.

Con el tiempo se olvidaba la procedencia y con el olvido cesaban las crueldades. Esto se daba especialmente en el ámbito laboral. Pero ese es otro cuento de pesares y avatares de un chambista pueblerino…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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