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Cuba en mi mente…

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El problema, comentaba Jesus Cruz, es que juzgan a Cuba bajo la óptica de sus países; a Cuba, a los cubanos, hay que entenderlos y luego criticarlos, si quieren.

Jesús Cruz era empleado de la telefónica. Dispuso o se apropió, cómo gusten, de una camioneta con bocinas que usó los días finales del Batistiato para recorrer las calles llamando a la insurrección, labor que lo obligaba a andar a salto de mata con su vehículo.

Lo conocí en México, donde era el agregado de Prensa en el viejo edificio vecino a la representación soviética en la colonia Condesa o Tacubaya.

Con José Arias, un delgadísimo y pálido guajiro, coincidimos en la redacción central de Prensa Latina, donde yo era el responsable del área Cono Sur (siempre me he preguntado dónde está el Cono Norte) y él era delegado sindical.

Con apenas 15 años, Arias salía de su bohío donde viva con sus padres, ciertos días a la medianoche o la madrugada. Munido con cadenas que obtenía no se sabe como, pasaba largos lapsos bajo las líneas de conducción eléctrica lanzando sus artefactos hasta que lograba provocar un corto circuito entre los cables.

El riesgo siempre fue mucho, rotas las líneas de conducción, culebreaban como serpientes enloquecidas mientras dejaban sin luz los poblados vecinos. Arias era oriundo de la provincia Central de Las Villas o algo así.

Ninguno de ambos hablaba de su participación en la lucha revolucionaria. Se sabía y no consideraban mayor mérito lo que hicieron.

Quejoso por sentirme discriminado cuando acudí al almacén de técnicos extranjeros, donde estaba el Vocho que envié desde México, Cruz me dio la respuesta anotada al principio.

Resulta que después de meses no me era entregado mi vehículo al que había cargado con una batería seca, cuatro llantas nuevas y bandas para el motor, o sea refacciones necesarias y de difícil adquisición en la isla.

En la entrada del almacén, un negro robusto aplastado en una silla recargada en la pared, tomaba plácidamente el sol. Desde allí, a pocos metros, se vea mi auto.

Previendo futuros daños por la inactividad del vehículo, de un terreno vecino junté unos ladrillos que fui colocando a un lado del portón, junto al vigilante o encargado del depósito, que me miraba con indiferencia.

Cuando supuse que tenía bastantes ladrillos en mi poder, le expliqué al hombre que el coche era mío y que para evitarle daños, le pedía su autorización para montarlo sobre los bloques.

Hubo un intercambio de razonamientos que terminó cuando, definitivo, admitió mis buenas intenciones y me asestó un incontrovertible: ¡Compañero, no hay directriz! Vaya a su organismo de Técnicos Extranjeros y consiga el permiso.

Tocándose con dos dedos la sien derecha, los ojos entrecerrados y una sonrisa, Jesús Cruz comentó: “Caramba, flaco, es que el subdesarrollo no sólo es económico; mira, se trae acá y sale sólo con escuelita (educación y conocimiento)”.

Tiempos de angustiosa precariedad en todos sentidos, a los colegas de la agencia los apreciaba siempre dispuestos y participantes. Formé parte de una Brigada Venceremos acompañado por mi hijo de igual nombre. Éramos cargadores de materiales, ya que carecíamos de habilidades relacionadas con la construcción.

El par de edificios que levantábamos estaban dedicados a los laborantes de Prela, pero exceptuados los constructores con el fin de impulsar la solidaridad. Participamos con tal entusiasmo que hubo redactores que aceptaron suspender su recién iniciada actividad profesional.

Apenas salidos de la Universidad se fueron a capacitar como electricistas o fontaneros. Luego, un año, dos, construyendo casas para sustituir los bohíos de palma, tan pintorescos como insalubres. Además para terminar con el hacinamiento de familias en casas expropiadas de la gran burguesía.

Cada determinadas semanas nos integrábamos al trabajo productivo para la recolección de cereza del café. Una labor agotadora bajo el rayo del sol, subiendo y bajando las escalerillas para alcanzar los frutos y depositarlos en canastas.

Esta chamba tenía un atractivo insuperable, bocadillos de queso ruso y yogurt, anhelados ante la triste dieta generalizada en la que había pescado a pasto pero en una presentación aceitosa, sin importar cómo la denominaran.

Nos atascábamos de sangüichitos y nos deleitábamos con el yogurt de frutas tropicales. Insisto, el mejor y más sabroso del universo.

El director de la agencia, atacado por su fuga a Miami, al regreso clandestino fue reivindicado por el Gobierno que nunca explicó qué demonios había hecho Pepín Ortíz en su presunta huida de Cuba.

El hecho es que quienes lo difamaron, quienes decían “yo lo dije, el tipo tenía alma de gusano”, tuvieron que comerse sus idioteces cuando en anuncio público fue anunciado como director general de la empresa oficial de noticias.

A pesar de su periplo floridano, Pepín siguió vistiendo con atuendos locales. En sus camisas se apreciaban artísticos remiendos como tapetillos. En una plática en su oficina le ofrecí camisas y algunas otras prendas que necesitara.

Con seriedad y señalando mis pantalones acampanados, entonces de moda en México, me sugirió que mejor aprovechara para engatusar a las compañeras que se desvivían por mis atuendos capitalistas.

El tono fue de persona ofendida. Le dije que no sabía de las compañeras y su respuesta fué: “seguramente habrá alguna” y luego más relajado señaló que conociéndome no me imaginara como un aprovechado.

Al final agradeció el ofrecimiento y dijo que no aceptaba que un funcionario de la agencia, usara sus contactos mientras el personal seguía luciendo parches.

Tiempos difíciles sólo atenuados por una euforia y una consciencia revolucionaria. Los campamentos azucareros, la prueba máxima en la que todos se apuntaban. Allí no participé.

Hablo de aquella, mi Cuba, no sé lo qué pasa hoy y sólo lamento que una burocracia en ascenso tome las decisiones que afectan a ese pueblo. Falta, sin duda, la figura emblemática que tranquilice los ánimos…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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