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El Hombre Mosca

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En el centro de la fachada pintada de anaranjado, del templo de san Bartolo, estaba y, sigue estando, el ojo de Dios en relieve muy prominente, ahí se difuminaba el chillante color naranja y resaltaba en azul profundo la pupila divina mirando para todos lados.

El Hombre Mosca se quedó asido fuertemente ni más ni menos que del ojo de Dios; hacia arriba no había otra protuberancia que le permitiera continuar el ascenso hasta la torre; hacia los lados no estaban a su alcance; la única posibilidad era descender con el penoso peso del fracaso, ante el gran número de espectadores que miraban la proeza desde el atrio circundado por herrajes y columnas rematadas con figuras de ángeles de mampostería.

En el lugar no cabía más gente; en medio de todos, Los Santiagos danzaban sin descanso, un danzante enmascarado asustaba a los niños ululando y acercándoles a la cara un zorrillo desecado, había fiesta, risas, encías y guaraches, sobreros y rebozos, cáscaras de cacahuate y caña de azúcar. Las beatas renovaban sus indulgencias con ceras y veladoras desgranado el rosario desde el pórtico de la iglesia.

Miguelito había cambiado ese día los ropajes del santo patrono. Corría la conseja de que él era el único feligrés del pueblo, a quien la efigie del apostol permitía que lo vistiera y desvistiera. Era joven, tenía a la sazón treinta años, usaba un jorongo raído, se le podía ver en su tienda de frutas despachando racimos de plátanos con la misma delicadeza con la que vestía al santo patrono. Cuando iba de su casa al templo, caminaba con los brazos cruzados debajo del cotón; su dulce homosexualidad lo había mantenido célibe pero esperanzado en un milagro del señor de su devoción.

Era agosto, época de la feria, la lluvia del día anterior había dejado un gran lodazal en los pasillos angostos que corrían entre los puestos de chucherías, fritangas y pan de burro. La gente gastaba pesos envueltos en paliacates, compraban cancioneros con las piezas de moda, subían al carrusel de caballitos, a la rueda de la fortuna, a las sillas voladoras, mascaban chicle natural pintado de colores. El centro de la festividad era la iglesia de san Bartolomé, Bartolo para ahorrarse el mé, y el centro del frontis del templo era el ojo de Dios pintado de azul profundo.

Muy de mañana Miguelito había subido a la repisa para cambiar delicadamente los ropajes del apóstol y mártir desollado y una vez terminada su amorosa tarea, puso rodilla en tierra y le pidió el milagro siempre solicitado y nunca cumplido.

En el piso de mármol del templo había regularmente una capa de cera que don Epigmenio, don Pi, el sacristán levantaba con la charrasca, llenaba un saco y lo cargaba hasta el curato donde tenía una paila en la que fundía nuevamente la cera; arriba de la paila pendía un aro con clavos y de cada clavo colgaba un pabilo; dos ayudantes con sendos cucharones tomaban la cera líquida de la paila y bañaban cada pabilo que pasaba frente a ellos, haciendo girar el aro; las velas iban engordando a base de baños y giros hasta que, don Pi las desmontaba de los clavos, les cortaba el rabo para dejarlo plano y las llevaba a la tiendecita de objetos religiosos que estaba abajo del coro a la entrada del templo. Hasta ese lugar llegó Miguelito por una vela y la encendió sobre el candelero del altar, la vio derramarse en gotas como lágrimas, redobló su fervor, se persignó y caminando reverencialmente de espaldas hacia el pórtico salió al atrio.

El Hombre Mosca no había podido ascender más allá del ojo de Dios, con gran sentimiento de frustración inició un titubeante descenso, por momentos parecía caer ante los ojos alarmados de los espectadores. Consiguió bajar hasta el arco resaltado del pórtico pero los brazos ya no lo sostuvieron más, el pecho desnudo y brillante por el sudor se movía rápida y acompasadamente, calculó el salto desde ahí, lo que ya era suficiente proeza, y se lanzó al vacío al mismo tiempo que Miguelito cruzaba el quicio del portón para salir deslumbrado y de espaldas al atrio. Los gritos de la multitud alertaron a Miguel que en ese momento se percató que caía del cielo sobre él un hombre semidesnudo y sudoroso. Los dos rodaron por las escalinatas y quedaron inmóviles. Fue Miguelito el primero que cobró el conocimiento, gritó: ¡milagro, milagro! Y se abalanzó sobre el Hombre Mosca que permanecía exánime sobre las losas del atrio. ¡He ahí que se inventó la respiración de boca a boca como método de resucitación!

Magno Garcimarrero.

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