Cuando muy chiquilines aspirábamos a heredar el reloj del abuelo, casi siempre una enorme molleja de bolsillo que para los actuales resultaría increíble: solo daba la hora.
De mis dos abuelos me congratulo de no haber conocido a alguno, hombres de carácter recio, autoritario, con líneas rectas de conducta aunque no siempre justas. Eran horribles verdaderos caciques.
José María, el paterno, echo del seno familiar a su hijo mayor Francisco que se fue a la frontera donde se le fue encima un furgón de troncos que lo dejó totalmente planchado.
Esa fue la versión, porque no se permitió una sola mención al supuestamente fallecido ni se quiso comprobar la veracidad de su muerte ni se reclamó el posible cuerpo. De Francisco su hija única se casó con un tío de la estirpe de los Morelos de donde nació la rama Morelos Ferreyra hoy acentuada en Jalisco.
Mi padre fue el hijo número quince y muy pequeño su padre lo llevaba a las arreadas para embarcar ganado en pie en el frío Balsas, semanas, meses pero no recuerdo una sola mención ni buena ni mala de mi padre sobre el suyo.
Del lado de mi madre cuatro lindas mujercitas y cuatro varones, tres de los cuales fueron fusilados en la puerta misma del vagón del ferrocarril que asaltó una gavilla, el cuarto jovencito aún fue salvado por insistencia de una dama de nula virtud que lo abrazada y reclamaba que no se lo quitaran porque ella se lo había robado y le pertenecía.
El abuelo Rafael Carrasco Sierra ante las circunstancias, trasladó su taller de imprenta a Morelia, dejando prácticamente como único heredero al tío sobreviviente.
Apenas adolescente, muchas décadas después, le eche el ojo al bellísimo escritorio de cortina del abuelo que enterraba una maravillosa máquina de escribir dos pirámides de la marca Oliver.
Pasé muchos años maquiavelando como me apoderaría de ambos objetos a los que el tío no les guardaba ningún afecto. Seguramente le recordaba ese episodio doloroso de la vida familiar.
Mi corazón brincó de gusto cuando ya ubicado en el DF, en una temporada de vacaciones regresé a Morelia y vi que ya no existía el escritorio ni estaba la máquina a la vista. En su sitio un horrible mueble moderno de dos columnas con cajoneras en ambas, y en el centro una tapa que llamaban de maroma.
Fui platónico de felicidad a preguntarle al pariente por el escritorio. Su respuesta fue seca, sin darle importancia, solo dijo que eran palo viejos y que los habían usado como leña.
Pregunté por la máquina, abrió la maroma del escritorio y apareció una horrenda máquina moderna italiana a la vez que comentaba que la vieja máquina del abuelo se la había regalado a la secretaría que con ella se ganaba un poco de dinero dando clases de mecanografía en su barrio. No me atreví a reclamarla.
De lo que nunca tuve noticia y seguramente al tío no le interesaba fue el reloj de bolsillo que en una foto se le apreciaba al abuelo guardado en un bolsillo del chaleco en el vientre que del que salía la leontina con que era sujeto el artefacto.
Nunca lo vi antes físicamente, ni me parecía interesante. Sólo sabía que era una molleja de plata maciza labrada y del tamaño un poco menor al de un puño femenino.
Supongo que estaba en posición de mi madre porque un día sin esperarlo, apareció en las manos de Male, mi esposa, solo me dijo: mira qué bonito, lo miré y me gusto.
Una bola de plata con un labrado muy delicado que daba la vuelta entorno a todo el aparato que contaba con dos tapas: la de enfrente cubría un cristal abombado, maravillosamente transparente que a su vez protegía la carátula de porcelana con números romanos muy bien definidos y en la parte baja un discreto minutero de números arábigos. Las manecillas eran dos flechas truncas en la punta por un anillito y airosa lucia la marca que si mal recuerdo era Waltham, posiblemente de fabricación germana.
La tapa de Atrás cubría una maquinaria que a pesar del chorro de años transcurridos alguien se entretuvo de mantener escrupulosamente limpia la maquinaria, brillante.
En la tapa, cerrada continuaba el paisaje iniciado en el grabado frontal y a la mitad una hermosísima máquina de ferrocarril en oro rojo insertado en la plata del reloj.
Me causó una gran alegría conocer ese reloj que ya no llevaba Leontina, en el entendido de que no era para uso diario. Pero igual se los mostraría a mis amigos, porque se trataba de una joya auténticamente digna del tesoro de los zares que alguna vez vistos en el museo en Leningrado.
Apenas me refocilaban con mi hallazgo cuando Amelia, la auxiliar doméstica bajo de su habitación en la azotea del edificio y avisó que se ausentará una semana.
Magdalena le llamó a una hermana que vivía en San Ángel y que le había hablado de una persona que buscaba empleo y le pido que se la enviará. La hermana le dijo que se la enviaría en taxi.
Menos de 30 min después tocaron a la puerta, abrió Magdalena y la persona que apareció le explicó que el Sr de la administración en la entrada del edificio le comentó que ese era el departamento de la Sra. Magdalena. Le preguntó si era la enviada de Marta, la otra respondió: de la Sra. Marta sí.
Le dio instrucciones Magdalena para arreglar algunas cosas en las habitaciones y luego le indicó que bajara con una cubeta a lavar los coches.
La cochera estaba al nivel de la calle, en Reforma 27 y sobre columnas. La mujer tomó una cubeta, la repleto de trapos, agarró el elevador, bajó la calle y nunca más volvimos a saber de ella. Apenas se había desaparecido cuando tocó la enviada por la hermana de Magdalena. AL revisar las posibles pérdidas lo primero que noté es que el maravilloso reloj del abuelo había desaparecido. Así como lo obtuve con la misma rapidez lo perdí.
Este recuerdo vino a mi mente porque tengo un estuche con relojes que mis nietos ni siquiera podrían leer. No saben para qué sirve la aguja larga ni la aguja corta y además les resulta incomprensible un reloj que solo sirve para medir el tiempo. Tan absurdo como para tener un teléfono que solo sirva para hablar y oír.
Cosas de la modernidad…
Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.