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El viejo y el mar

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Magno Garcimarrero

El sábado soleado, a pesar del invierno, decidí calentar mis viejos huesos en una playa solitaria en la zona histórica de Boquilla de Piedras.

Salí temprano con mi ayudante, procurando llevar todos los arreos necesarios para un chapuzón en las inquietas aguas del golfo de México, incluyendo mi reloj acuático que me permite ver la hora, contar las braceadas, registrar el ritmo cardiaco y otros “chunches” de la moderna relojería digital.

 Antes de caminar hacia la playa, decidí cambiarme el reloj del pulso izquierdo donde siempre lo porto, hacia el pulso derecho, con la idea de que el sol me quitara la mancha blanquecina que, lucimos quienes tenemos todavía la costumbre de portar reloj en la muñeca.

Nadé, me asolee, me puse morenazo, me bañé en la regadera para quitarme la arena y la sal, me vestí y nos fuimos al restaurante frente al mar a “tequiliar”, “cervecear” y contemplar las olas cada vez más agresivas conforme aumentaba el viento y las nubes grises.

Al terminar de comer quise ver la hora para decidir el momento de regresar a casa, con la mano derecha me levanté la manga del brazo izquierdo y… ¡Oh desilusión! Mi reloj había desaparecido.

Mi voz de sorpresa alarmó a mi secretario quien, diligentemente se ofreció a buscar el reloj perdido, así que regresamos por todo el sendero, del restaurante al lugar donde nos cambiamos de ropa, de ahí al baño, del baño a la playa y regreso agachados y moviendo arena, pasto, piedras, nada de nada.

Abordamos el auto con tristeza por la pérdida y… pasando por el pueblo de Palmas de Abajo, le dije a mi ayudante: ahí vive mi amigo Yanga Melgarejo y, al estirar el brazo señalando el lugar, veo brillar en mi pulso derecho el reloj “perdido”.

Ahí entendí que lo extraviado es mi memoria de viejo… me ganó la risa.

Mi ayudante me preguntó de qué me reía y yo sin contener las carcajadas, le enseñé el pulso derecho, él se puso muy serio.

Yo pensé en voz alta: “entre más viejo, más pendejo”; Aarón, que así se llama mi secretario dijo: “jefe, yo nunca lo contradigo”.

En Cardel, detuvo el auto, entró a una farmacia, compró y me obsequió un frasco con tabletas de ácido glutámico.

Entramos a Xalapa ya de noche, él evidentemente cansado por la búsqueda inútil, yo repasando aquella cuarteta de un son jarocho:

 “Comiendo se quita el hambre/ y tomando agua la sed/ durmiendo se quita el sueño/ y lo pendejo… ¿con qué?

M.G.

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