Relatos dominicales
Miguel Valera
Tú no sabes nada del abandono, me dijo un día Julián, serio, con esa mirada de hielo que le conocí desde que muy jóvenes, abonábamos zacatales en la ciénega de La Cuartana, un rancho muy cercano a Manga de Clavo, en donde vivió Antonio López de Santa Anna. El vapor de agua, que hacía honores al astro rey, acentuaba el calor insoportable al mediodía. Nos habíamos detenido en un espacio seco, quitándonos los zapatos para rascarnos los sabañones que crecían con la humedad.
¿Tú crees que yo entiendo al cura del pueblo cuando me dice que Dios es como un padre? ¿Cuál padre? ¡A mí mi padre me abandonó!, me soltó a bocajarro, como trago de caguama helada. ¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra?, ¿O si le pide un pescado, le da una serpiente? Pues a mí, me lanzó Julián a la cara, como un escupitajo, mi padre me dio una patada en el culo.
Sí, añadió, al principio lo busqué. ¿Quién no quiere saber de dónde viene? Le insistí tanto a mi madre que un día me regañó y molesta me dijo: “¡Ya, hazte hombre; tienes que aprender a vivir sin padre! Tu padre te abandonó y eso tienes que entenderlo de una vez por todas”. Ese día lloré, pero entendí de qué estaba hecha la vida para mí.
Entonces, me insistió, mientras el sol oreaba nuestros pies, uno tiene que aprender a vivir en la intemperie Miguel, sí, como aquí en la ciénega, pero también como en el llano, ahí afuera donde el frío te cala, donde el aire te pega como aguijones, abriéndote la piel; en la oscuridad de la noche, en la boca del lobo, insistió con una mirada profundo, que acentuaba sus ojos de negras pupilas.
Algunos, refrendó, vienen de algún lado y otros venimos de ninguna parte. Algunos tienen su árbol genealógico, su historia, su linaje, pero otros venimos —insistió—, de donde no hay nada, del olvido. Así que si tú me dices que Dios es padre yo no entiendo eso que me dices, porque yo nunca conocí a mi padre, porque si lo tuve, mi padre me olvidó.
Sí, como te decía, al principio lo busqué, pregunté por él, pero poco a poco fui aprendiendo a vivir sin él. Uno tiene que aprender a vivir solo. Uno nace solo y se muere solo, ese es el destino. Desde entonces aprendí a ser hijo del abandono, hijo de la intemperie, hijo del olvido, me insistió.
Terminamos la jornada del día en silencio. Sus palabras me calaron hondo. Al final me pasó dejando a casa. Espera, no te vayas, le dije, mi madre nos invitará algo de comer, mientras destapada dos cervezas de cuartito. ¡Vamos Julián!, le dije. ¡Echémonosla de un tirón! Quizá nos sirva para apaciguar el alma, pensé, mientras nos comíamos las tortillas de mano, fritas, con frijoles, salsa, cebolla y queso que mi madre nos había preparado.
Cuánto dolor en el mundo, pensé esa noche, mientras escuchaba el canto de los grillos desde mi ventana, por hijos abandonados. Yo me sentía dichoso por tener a mi lado a mis viejos, pero ¿y los hijos de la intemperie? Esos caminan por ahí, luchando contra la soledad y la tristeza que les aguijonea el alma un día sí y otro también.
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