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Javier, el migrante que busca a su padre

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Miguel Valera


 
Desde que era un morrillo, Jasiel miraba con emoción las fotos de su padre que la madre guardaba en un cajón del ropero viejo, apolillado, de la recámara en el Barrio Nueva Capital, en la periferia de Tegucigalpa, Honduras, donde vivían. Llegó a la adolescencia con esas imágenes de su padre en la Quinta Avenida de Nueva York o con el fondo de la estatua de la libertad o las torres gemelas. —Mira, mijo, aquí dice que un día va a venir por nosotros para llevarnos a esa ciudad donde hay mucho dinero. ¡Ya verás qué vida tendremos!, le decía su mamá.  
 
El pequeño Jasiel creció en esa colonia sin agua y sin pavimento, rodeado de jóvenes que encontraron en las pandillas o los Maras salvatruchas, una forma de salir de la pobreza. Tenía ya 17 años cuando subió al camión que lo llevaría a Nueva Ocotepeque, para saltar a Guatemala en la ruta para Tapachula, Chiapas. Sintió un nudo en la garganta, pero abrazó la mochila que llevaba en manos. Ahí guardaba su mayor tesoro, unas fotografías que le arrebató a su madre antes de que las quemara en una cubeta vieja de fierro.  
 
Recordaba con mucha precisión esa noche. —Ya, por favor Jasiel, le dijo su madre. Olvídate de tu padre. Él nos abandonó, él ya nunca regresará con nosotros. ¡Por favor, hijo, entiéndelo, yo tengo que hacer mi vida!, le lanzó con lágrimas, mientras el niño salía corriendo con las fotos de lo más cercano que tenía al cariño y amor de un padre, unos pedazos de papel con su imagen.  
 
Mientras viajaba recordaba esa escena como si hubiera sido ayer. No juzgaba a su madre, pero él no podía creer que su padre los había abandonado. Así, mientras viajaba, movido por la esperanza, apretaba la mochila con las fotos y pensaba en llegar a Nueva York. Los compas de ahí deben saber y si no me iré a Nueva Orleans, a Los Ángeles o a Miami, porque en esos lugares se concentran los paisanos, se decía a sí mismo.  
 
Mientras hurgaba en su mochila, para buscar algo de comer, a su memoria llegaban recuerdos anhelantes de una infancia al lado de su padre. Las cartas y las postales que su madre le mostraba eran lo más cercano al amor paterno. Recordaba las atenciones de su madre, cuando recibía algunos dólares: —Mira, te preparé “Ticucos”, le decía, cuando le ponía a la mesa unos tamales típicos de Semana Santa, cocinados con frijol y chiltepín. Lo que más le gustaba era el “tapado olanchano”, un platillo con carne, plátano y yuca, que era la delicia de su madre.  
 
Cuando cruzó la frontera mexicana, Jasiel pensó que ya estaba prácticamente en Estados Unidos, porque le habían dicho que cruzar este gran país sería muy fácil. Jamás se imaginó que las autoridades migratorias habían endurecido las medidas y que toda la fuerza de la seguridad de los estados estaba concentrada en la contención de los migrantes. Esa tarde lluviosa, muy cerca de Tapachula, sus lágrimas se confundieron con la lluvia de la tormenta tropical Lester que azotaba las costas mexicanas. Lloró en silencio y abrazó la mochila donde guardaba las fotos del padre que amaba en silencio y al que quizá nunca encontraría.  

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