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Los Reyes Magos

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Para mi nieto Bruno

            Por: Elvira García

A mi hogar de niña siempre arribaron los Reyes Magos para colmarnos de regalos, cada seis de enero. Santa Claus no llegó nunca, quizás porque le hicimos el feo y jamás le escribimos una cartita… o porque desconocía nuestro domicilio.

            Pero, eso no es del todo así; ahora que viajo a mi lejana infancia, acaso tampoco fue por eso que Santa no nos dejaba regalos, pues sí conoció mi casa, o al menos la fachada, aquella vez que recorrió la extensa y curveada calle de La Loma,  donde estuvo la casona que habitó mi abuelo, y luego sería de mi madre, aquella que ocuparon los zapatistas en su paso por el Sur de la capital mexicana.

            Hay una foto que confirma mi recuerdo. En ella, tres hermanas rodeábamos al señor Claus; y una cuarta niña, casi bebé, se sentaba en su regazo, mirándolo entre extrañada y temerosa. Las demás tres, entre cuatro y seis de edad, admirábamos y tocábamos la esponjosa barba de don Santa. Ese fue mi único contacto con el buen gordito, un extranjero en una calle y en una casa católica.

            El resto de mi infancia, y la de mis muchos hermanos, estuvo ligada a los Santos Reyes. Yo creía tanto en su existencia que, todavía a los once de edad, pedía en silencio, y también por carta, que a mi madre le trajeran una lavadora y, si era posible, una estufa nueva.

            Era yo apegadísima a creer en ellos. Nuestro papá, gran lector, un día trajo a casa un pequeño libro ilustrado y a colores en el cual se contaba cómo los Reyes Magos fabricaban los juguetes, sentados sobre nubes bien bonitas. En otra gigantesca nube, se erguía su palacio y, dentro, organizaban y guardaban en enormes bolsas esos juguetes que nos iban a regalar. Adentro del castillo también había una gran cocina en la cual se fabricaban los dulces más deliciosos: bombones, galletas, chocolates, todos para nosotros, los niños; esas escenas brillaba de color. Y los reyes lucían bien guapos con sus trajes relucientes.

            Con esa imagen me dormí cada cinco de enero de mi infancia, con dificultades para conciliar el sueño por el nerviosismo. Pero mis padres sentenciaban: “Si los Reyes saben que estás despierto, o abres apenas un ojo por la madrugada, se van y  te dejan nada”. Y bueno, ¿quién quería eso?. Tales palabras eran el somnífero automático. 

            Más mágico era el despertar. Entre las cinco y seis de la mañana. Íbamos en fila india en busca de los juguetes, allá en el comedor, frente a la puerta de madera que daba al patio. Ahí, helándose cada frío seis de enero, cinco, seis, siete, ocho y luego nueve zapatos hacían fila, con cartita adentro, para recibir el obsequio solicitado.

Bien cumplidos, los Reyes nunca faltaron a la cita, y me acuerdo que nosotros, emocionados, corríamos a mostrar a nuestros padres -que aún dormían- los juguetes. Y papá y mamá, como excelentes cómplices de los Tres Magos, siempre se sorprendían tremendamente, y abrían ojos enormes, con el regalo que cada hijo les presumía.

            A mí me parecía una tarea muy fatigante y precisa que, pese a tanto chamaco por entregarle regalo alrededor del mundo, los Santos Reyes siempre tuvieran tiempo para llegar a nuestra nuestra. Imaginaba con devoción cómo Melchor, Gaspar y Baltazar amarraban sus animales en la columna que había en el centro de nuestro patio, y bajaban con pluma y papel para escribir, para cada uno de nosotros, una bella respuesta en la cual nos decían nuestras verdades en cuanto a indisciplinas o malas calificaciones, y nos instaban a mejorar en todo, y obedecer a los papás. Eran unas misivas largas, con líneas muy esperanzadoras, y con una letra rara, que no se parecía a ninguna conocida en casa.

            Pero en la vida no falta, como dice un amigo, el “yo los vi”. Así que un día de mis casi doce de edad, una hermana mía quiso mostrarme cuán grande ya era, y cuánto sabía de la realidad real, esa que yo, boba, ignoraba. Me habló de unos reyes de carne y hueso que vivían en la tierra, no en el cielo.

            Lloré varios días, sin poder acomodar esa nueva información que echaba por el barranco, toda la magia que me traían los Reyes Magos en cada objeto. Hoy asumo que el regalo no era el juguete, sino su tiempo, sus cartas, su amor, su clarividencia, sus pasos de gato para no despertarnos.

            Fue tan importante este verdadero descubrimiento, que, cada cinco de enero por la noche, deseo que sea más esa la ilusión que acompañe a mis nietos, al despertar en pos de sus juguetes. Porque un día, ellos también se toparán con un villano que diga “yo los vi!”, sólo por ganas de derrotar la magia. El juguete, Bruno, es pasajero, pero la ilusión y la emoción son inmortales. El acto de regalar estará colmado de amor, siempre, siempre.

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