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La sabiduría de don Joaquín

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POR: Gerardo de la Torre

Mi primera novela fue publicada por la editorial Mortiz en octubre de 1970. Había ofrecido el manuscrito dos años antes y la novela fue sometida a un primer dictamen que resultó favorable, pero el editor, don Joaquín Diez Canedo, no quedó convencido.

—José Agustín es su cuñado, ¿verdad?
—Sí —dije con cierta turbación.

José Agustín había sido el primer dictaminador y don Joaquín, fiel a su sabiduría editorial, sometió la novela a un segundo dictamen. Pensé que esta ocasión la obra sería rechazada y me resigné a que las doscientas y pico de cuartillas permanecieran empolvándose, tornándose amarillas en el arcón de las ilusiones perdidas.

Soldado republicano durante la Guerra Civil Española, Joaquín Diez Canedo (Madrid, 1917) llegó a México en 1940. Obtuvo en la UNAM la maestría en letras españolas y durante casi veinte años trabajó en el Fondo de Cultura Económica, empresa estatal a la que renunció en 1961. Y en 1962 fundó la editorial Mortiz.

La editorial Mortiz fue un deslumbramiento. Allí, en la serie Novelistas Contemporáneos, descubrimos las tres primeras grandes novelas de Günter Grass: «El tambor de hojalata», «Años de perro», «Anestesia local»; nos encantamos con las «Señas de identidad», de Juan Goytisolo, el «Henderson, el rey de la lluvia», de Bellow, y «La compasión divina» de, Jean Cau. Por otro lado, en la Serie del Volador, libros igualmente bien manufacturados, aunque de menor calado, conocimos por ejemplo «Gazapo» y «De perfil». En esa serie esperaba, cada vez con mayor desaliento, que se publicara mi novela.

A cosa de un mes del primer dictamen de nuevo acudí a las oficinas de Mortiz en la colonia Roma Norte, calle Guaymas esquina con Puebla, en el vestíbulo, digamos, de la zona llamada Romita. Allí, don Joaquín me invitó a cruzar las puertas batientes de su despacho del primer piso con vista a la calle.

Iba yo con el rabo entre las piernas, al borde de la depresión, dispuesto a acoger bajo el brazo el manuscrito y dar las gracias por el hecho solo de que se hubiesen ocupado de él. Ojalá quisieran, pensaba, proporcionarme ese dictamen que me dirá cuáles son los defectos mayores de mi novela.
Sentado tras el escritorio siempre atestado de galeras, libros, manuscritos, pruebas finas, pipas y lápices de colores, don Joaquín me lanzó una intensa mirada.

—Pues bien —dijo—, vamos a publicar su novela.
Me había preparado para todo menos para algo así.
No está mal, pero siga trabajándola y algún día.
Mejórela, quítele adjetivos y redondee los personajes.
Es evidente que se trata de un trabajo de primerizo, le falta mucho.
Quémela y olvídela.

Permanecimos un buen rato en silencio, don Joaquín contemplando mi rostro de pasmarote.
—Pues fíjese que no la quiero publicar —balbucí al fin—. Es una novela política y tengo miedo de que me traiga problemas.

Era una de las torpes salidas que me había inventado para aminorar el golpe del rechazo, una suerte de “al fin que ni quería”. No que fuera a retirarme con el manuscrito bajo el brazo y emitiendo jaculatorias. Se trataba solamente de justificaciones de consumo interno, apoyos psicológicos para no caer en situaciones autodestructivas.

Aquello era lo que tenía a la mano y eso fue lo que dije.
Yo no sé cómo no se echó a reír don Joaquín. Me miró como se mira a un hijo idiota y dijo:
—Mire, aquí vienen y se postran de rodillas pidiéndome que les publique. Y usted… Se me hace que está mal de la cabeza.

Le dio unas palmadas al manuscrito que yacía sobre el escritorio.
—Déjeme la novela un par de semanas y piénselo.

En cuanto crucé la puerta de la calle me dije soy un estúpido, el mayor cretino que jamás haya contemplado el universo. ¿Cómo pude salir con ese despropósito? Me daban ganas de volver sobre mis pasos, subir a la carrera y ponerme de rodillas ante don Joaquín, como según dijo habían hecho algunos autores rechazados. No lo hice, pero un par de días después llamé al editor y le pedí que perdonara mi tontería.

A principios del año 1970 Bernardo Giner de los Ríos, sobrino de don Joaquín y director editorial, me llamó para decirme que su tío deseaba verme. Esa misma tarde acudí a la editorial y don Joaquín me recibió en su despacho.

—Mire, Gerardo, no me gusta el título de su novela, tenemos que buscar otro.
Y lo que hizo fue darme lápiz y papel y sentarme ante un escritorio a hacer una lista de posibles títulos. Cosa de una hora después don Joaquín se detuvo junto a mi escritorio provisional. Ya tenía yo una lista de unos doce títulos. El editor le echó una mirada y señaló uno.
—Éste —dijo—. Ya no se quiebre la cabeza.

Fue así como la novela dejó de llamarse «En la piel del viento» y se convirtió en «Ensayo general».
La novela entró a producción en julio de 1970 y en octubre tuve noticia de que ya había ejemplares. Corrí a la editorial y con delectación me puse a hojear las páginas recién impresas, a oler la tinta apenas seca de los primeros ejemplares. Afuera, en tanto, debajo mismo de la ventana del despacho, un músico callejero soplaba una afónica trompeta y otro lo acompañaba tundiendo con entusiasmo un destemplado tamborín.

—¿Contento? —me preguntó don Joaquín mientras acariciaba yo uno de los ejemplares y no me cansaba de contemplar la letra impresa, las palabras que había colocado en aquella singular disposición.

Abajo, la estruendosa interpretación de los músicos callejeros continuaba. Don Joaquín, evidentemente incómodo por el escándalo, se hallaba envuelto en la permanente nube del humo de su pipa.

—¿Contento? —inquirió de nuevo al cabo de un minuto.
—Sí, claro. Muy contento.
—Me parece bien —concluyó don Joaquín, y señalando la ventana aludió al concierto de los irrisorios filarmónicos—. Pero no tenía por qué haber traído una charanga para festejar.

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