Magno Garcimarrero
Llegó de España. Lo trajo mi hija en unas vacaciones y, aquí se quedó para siempre. En su documento de registro de viaje (¿pasaporte?) resaltaban sus ojos: uno azul y otro verde, era siamés, de color chocolate a la española y, había vivido el primer año de su vida en el pequeño departamento que ocupaba Iliana en transitada calle de Barcelona. No sabía de la vida rústica y campirana de Xalapa, Veracruz, México. Por lo que, al caminar sobre el pasto del jardín humedecido de rocío, levantaba y sacudía cada pata a cada paso. Nos divertíamos mirándolo como quien ve a un turista despistado. Nunca aprendió a subir a los árboles.
En su natal Barcelona el mayor contacto que tuvo con la naturaleza, fue intentar cazar gaviotas desde el balcón del apartamiento de un tercer piso, se subía al barandal y trataba de alcanzarlas al vuelo. En tono de broma mi hija decía que estaba tratando de aprender a volar también; hasta que un día, en efecto voló por los aires, pero como buen gato, cayó parado en la acera y no le pasó nada.
La hija se volvió a España y dejó a Lucas como un nieto al encargo de los abuelos. Lo nacionalizamos mexicano, mi mujer lo acostumbró a dormir en medio de nuestra cama matrimonial, de ese modo acabó nuestra vida conyugal nocturna. Siendo celoso Lucas, cuando intentaba yo arrimarme al calorcito me alcanzaba con unos cuantos arañazos: ya mis piyamas parecían chamarras tamaulipecas.
Una madrugada me pidió Lucas le abriera la puerta para salir a hacer sus necesidades, como era su costumbre, lo hice sin darme cuenta que habían entrado al patio dos grandes perros. A poco de estar fuera, los perros lo cazaron; oí los ladridos y corrí en chanclas a ayudarlo, los perros huyeron, pero ya lo habían lesionado mortalmente. Tras su último aliento, lo lloramos como si de veras hubiera sido miembro de la familia. Descansa en paz al pie de un árbol de macadamia que sembró mi hijo.
M.G.
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