Se cumple una semana de su partida, que la prensa magnificó señalando como la desaparición de un “poeta y periodista”. A los 78 años, retirado de todo foro cultural, quiero suponer que en su escritorio se podrá encontrar un cuaderno con sus últimos apuntes. No sé, algún poema, semblanzas, una reflexión somera sobre la existencia en el silencio sideral.
Javier Molina era un ser insólito. De él se podía esperarlo todo, pero sobre todo sus interlocuciones, que eran de antología. Lo conocí en la redacción del legendario unomásuno, cuando se desempeñaba como reportero cultural. Lo suyo era la literatura, la poesía, los asuntos editoriales. Cumplía rigurosamente con las dos cuartillas requeridas por la mesa de redacción, ni una palabra de más, ni una de menos. Al lado de la máquina Olivetti reposaba una cajita de Boing con su popote, y nadie intentaría averiguar su contenido, porque era obvio que su inspiración requería de estimulantes. O el cigarrito en el cenicero, consumiéndose inútilmente.
Javier, natural de San Cristóbal, era un muchacho taciturno, canijiento, colocho. Había cursado Sociología en la UNAM, donde fue sorprendido por el movimiento estudiantil de 1968, que lo marcó. Lo suyo, sin embargo, era la poesía… íntima, en voz baja, coloquial (uno de sus poemarios se titula precisamente “Para hacer plática”), aunque su natural modestia le hacía permanecer en las sombras del medio.
Llegó al periódico recomendado por Carlos Payán (otro poeta secreto), quien se desempeñaba como subdirector. Javier Molina era, de algún modo, su protegido, pero no por ello dejaba de cumplir. Entrevistaba a Eduardo Galeano y a María Luisa Puga, a Lizalde, a Pacheco, a Tito Monterroso, dejando que la voz de los entrevistados primara en el texto. Él siempre en la sombra, que era lo suyo, y no por nada el maldito Arturo Trejo lo motejó como “el vampirito”.
En él todo era diminutivo, como buen chiapaneco. La cervecita y el cigarrito, la siestecita y el librito, la muchachita y el cafecito. Nunca pesó más de 55 kilos y nunca durmió más de seis horas, porque se desvelaba leyendo todo tipo de volúmenes… sociología, novela, poesía, biografías. Es legendario el momento cuando el alzamiento zapatista de enero de 1994. El Subcomandante Marcos avanza con una columna de indígenas armados, y en la plaza de San Cristóbal descubre a Javier Molina retornando de una parrandita: “¡Ah, el poeta!”, lo saluda el guerrillero, “sé testigo de esta revuelta de chiflados”. Porque Molina, con todo y todo, tenía su fama.
Son legiones los periodistas que, como él, guardan en secreto su vena poética. “Unos cuentecitos, un soneto, un cuaderno de memorias”, y que nunca, o muy difícilmente, llegan a la imprenta. Palabras y más palabras, unas comprometidas con la verdad social, otras vertidas al vendaval poético.
Molina, la verdad, no tenía demasiado éxito con las muchachas (algo similar padeció Vincent Van Gogh), y ello contribuyó igualmente a su retraimiento. Uno de sus poemas habla de un personaje que se desenvuelve por la vida “transitando como la mirada de una paloma herida”. Eso era él precisamente, esa visión lastimada pero audaz, invencible en la propia reclusión.
Alguna vez, obligados a compartir habitación cuando el Primer Festival de Poesía organizado por Homero Aridjis en Morelia, Molina deambulaba en pijama por la habitación, el cigarrito en la mano, murmurando un soliloquio que solamente él entendía. De pronto grita: “¡Ay, cabrón!”, y señalando su propia imagen en el espejo de la cómoda, le descarga el comentario socarrón: “caray, me asustaste”.
–Molina, por favor, vete a dormir.
Desde hace algunos años Javierito optó por retornar a su natal San Cristóbal, donde las nubes y los tzotziles. Habitar la casa que le había dejado su madre, vivir de la renta de algunos locales, mantenerse como corresponsal de LaJornada en esa región.
Echaremos de menos su extravagancia, sus manías, su defensa a ultranza de los Beatles (“ustedes lo que pretenden es disgregar al grupo”). Javier Molina, cervecita en mano, escribiendo un poema desde la bruma del amanecer.
Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.