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Del verbo con X

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Nadie quiere llamar a las cosas por su nombre. Es una manera ingenua de ser felices o, como dicen en mi rancho, de hacernos como el tío Lolo. ¿Por qué donde debía leerse “robo”, dice “beneficiarse”? ¿Por qué donde debía leerse “temeridad” dice “imprudencia”?

Se ha mencionado que los hechos de Tlahuelilpan no son más que una atrocidad de corte dantesco. Son 89 muertos (hasta la redacción de estas líneas) cuyas primeras fotografías fueron censuradas prontamente: cuerpos carbonizados, osamentas calcinadas, sujetos que huían del aquel infierno convertidos en teas humanas. ¿Y todo por qué?, es la pregunta.

Las abuelas lo denominaban “temor de Dios”, y el principio era aludido ante la proximidad de un peligro. Algo de lo que estuvieron ausentes las víctimas de la rapiña que tuvo lugar en ese llano ubicado en las proximidades de Tula. Las cosas por su nombre. “Rapiña”, asienta mi diccionario, es el robo “o saqueo realizado con violencia aprovechando un descuido o la falta de defensa”. Igual que los pueblos bárbaros, lo da como ejemplo, que irrumpían “con el único propósito de la rapiña”.

Si mañana decidimos robar un banco (donde sabemos que hay mucho, mucho dinero) lo hacemos a sabiendas de que podríamos morir por las balas del policía que lo resguarda, o sufrir prisión de varios años. En el mejor de los casos –que cabe la posibilidad–, podríamos resultar indemnes y con un patrimonio que nos aseguraría el bienestar por algún tiempo. Y esas tres posibilidades: muerte, prisión o libertad en la desvergüenza, fueron las que debieron aquilatar los saqueadores del ducto de Pemex, confiadísimos como iban de que nada les iba a ocurrir, como era la costumbre.

¿Qué nadie les explicó que la gasolina, y sobre todo los vapores del combustible, son altamente explosivos? ¿Qué nadie los previno de que ese producto, abundante sí durante el bombeo hacia la terminal de Azcapotzalco, no les pertenecía y, por lo mismo, no debían intentar apropiárselo? Sí la respuesta es la del cuento de Juan Rulfo, “Es que somos muy pobres”, no se llegará demasiado lejos. Entonces, si hay mucha pobreza, ¿por qué no, de una vez, perforar todos los ductos de Pemex, atracar todas las líneas eléctricas de la CFE, incluso robar los bancos donde hay dinero de sobra? ¿Por qué no?

Aquellas mismas abuelas eran las que, en la sobremesa, nos invitaban a recitar los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Y lo hacían para aleccionarnos en las normas elementales de la convivencia social. El que mata, el que miente, el que roba, el que fornica… no nada más quedaría apartado de la salvación eterna, sino que encima tendría que punir la fechoría con alguna multa, el divorcio, o una temporada en prisión. Pero lo tiempos cambiaron y los pecados de otrora (Marx gratia) son hoy el pan de cada día. Todos mienten, todos roban (más o menos), todos acechan al prójimo listos para quitarles su patrimonio, su auto, su cartera, su celular, y su mujer, si se atendejan.

Robar un banco o robar un ducto. Plagiar una tesis o un muchacho. Desvalijar a Pemex o al SAT. El verbo por antonomasia de nuestra sociedad es aquel que inicia con la X de “xingar”. Sólo así somos felices, xingando al prójimo, al fin que la justicia distributiva, los jueces maiceados, los usos y costumbres, el resentimiento social y los siglos de humillación que pesan sobre nuestros hombros, todo conjuntado ha fermentado en la patente de corso que todo mexicano exhibe ante la primera oportunidad. Dame mi placa de policía, mi credencial de inspector, mi curul, mi nombramiento en el gabinete… o de perdida avísenme cuando asome un ducto perforado, porque así habrá llegado la hora de resarcirme.

Mucho se habla de los principios nombrados en la Declaración de los Derechos del Hombre, a propósito de la Revolución de 1793, donde se exalta la igualdad, la libertad y la seguridad del ciudadano ante los abusos del Estado, subestimando el cuarto punto mencionado en el artículo y que es el Derecho a la Propiedad, por el que nadie puede ser privado “excepto en los casos de necesidad pública evidente y legalmente comprobada”.

Volviendo a los trágicos acontecimiento de Tlahuelilpan, queden para la reflexión las escenas festivas de los primeros minutos, como si aquel chorro fuese el maná dispuesto en el texto bíblico… hasta que ocurrió el chispazo que transformó el jolgorio en consternación comunitaria. ¿Nadie les dijo? ¿Nadie los previno?

Y los huachicoleros mayores, los de la merma de miles de barriles diarios, ¿dónde andan? ¿Cuántos son? ¿Qué procederá con ellos, dada la complicación del caso? Seguirán siendo –por lo pronto– los príncipes campeantes del huachicol beneficiados por el verbo con X de la impunidad mexicana.

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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