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El segundo naufragio

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El almirante Yoshimi-su no daba crédito a lo que sus ojos miraban. Aquel continente, luego de siete semanas de navegación, era imponente. Altas cordilleras, litorales sombreados por palmeras, nativos morenos a los que no se les entendía nada. Señalaban hacia el oriente, en el altiplano, donde existía un vasto imperio imbatible, “Tenoch-titlan”, que nombraban. Los guerreros del Sol Naciente sabían, de antemano, que una vez conquistado aquel territorio serían premiados por el sanguinario emperador Sho-Shin.  

    Cinco siglos después la jefa de gobierno de la Ciudad de México mandó derribar la efigie de Yoshimi-su, y en su lugar anunció que se erigirá un monumento a la resistencia indígena. Aplausos y la picota al emblemático navegante del Nipón.  

    Pero no fue así.  

    Al concluir el siglo XV la carabela que ancló por vez primera en el nuevo continente fue una de nombre Santa María, y no un sampán japonés. Lo demás habita en las páginas de nuestros libros de historia. Los hermanos Pinzón, la primera misa, “¡tierra a la vista!”. El navegante genovés –que sufriría un desesperante naufragio frente a las costas de Jamaica–, debió llevar la feliz nueva a sus majestades católicas en la corte en Valladolid. El viaje de 97 singladuras, relató emocionado, lo había llevado finalmente al continente del Gran Kahan, de modo que el Oriente era posible de acceder al otro lado de la Mar Océana.  

Después se descubriría que esa tierra inesperada no era, en realidad, la referida por Marco Polo en sus crónicas sino una muy otra, intercalada entre los dos continentes anunciados desde el tiempo de Alejandro el Grande.  

Y aquí estamos, desmontando la estatua de Cristóbal Colón de su glorieta, porque ahora resulta que la efigie es incómoda, irritante e indigna, por decir lo menos. Su actitud señorial, dicen, es una afrenta histórica por el precio que se pagó durante la confluencia de las dos civilizaciones, que se ignoraban una de la otra. Y encima, como se ha machacado, que no fue “Descubrimiento”, rediez, sino encuentro de dos mundos (o tres, si sumamos a los africanos que llegarían como esclavos).  

En esa línea de pensamiento hay un prolegómeno. “Ojalá no hubiera habido Descubrimiento, ojalá no hubiera habido Conquista, ojalá no hubiera habido Evangelización, ojalá no hubiera habido Mestizaje, ojalá siguiéramos siendo Felices en nuestra autarquía nativa”. Todo en mayúsculas; pero no.  

En 1877 el empresario Antonio Escandón, apoyado por el gobierno de Porfirio Díaz, logró que el escultor Charles Cordier modelara la efigie en bronce del Navegante genovés, y que se instalaría en el bulevar de Reforma. Ahora, se asegura, la estatua de Colón será trasladada (escondida) en el Parque América de la colonia Polanco. Un acto que no es más que destierro, por decir lo menos, y que en otros tiempos hubiera equivalido al paredón. Ostracismo, desprecio, olvido. El pobre Colón que nunca supo, bien a bien, que había llegado a tierras inconcebibles y no, como él siempre pensó, a una desconocida península que lindaba con el gran Catay.  

El problema de Colón es que siempre, desde párvulos, se le confundió con el capitán extremeño, y al mirar al piadoso navegante se le confundía con el indomeñable conquistador. Que paguen justos por pecadores, ¿verdad doctora Sheinbaum?  

El continente perdido que fuimos habría de ser “descubierto” por alguien del mundo conocido. Y tocó a los exploradores al servicio de los reyes de España, recién liberada del moro, los que corrieron con tal suerte. Pero que muy bien pudieron ser los portugueses, los ingleses, los franceses, o los súbditos del Shogún japonés.  

Lo asegura el Génesis: “creced y multiplicaos y llenad la tierra”. Así ha ido cumpliéndose por el estrecho de Bering, por las pateras cruzando el Mediterráneo, por las riberas del Suchiate. Cristóbal Colón fue un genio de intrepidez a toda prueba y ahora sufre su segundo naufragio. Su lugar está entre los paladines de la civilización, no en una glorieta donde ahora habitará, se ha anunciado, “la efigie de una mujer olmeca”, para honra de los pueblos mesoamericanos en resistencia. Así sea.  

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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