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Ocho pisos

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Ocho pisos y vamos por el cuarto escalón. En poquititos días me propongo romper la que aprecio como tradición familiar: desaparecer de la faz del mundo a los 83 años.

Lo hicieron mi madre, la Dulce Tía Nena de todos quienes la conocieron; mi hermana Olga, mujer ejemplar siempre en combate contra machos y machistas (que las hay hasta entre las hembras) y mi recién fallecido hermano Alfonso, renunciante como contador a dos empresas que usaban doble registro hacendario.

No sufro ningún tipo de malestar, una difícil movilidad producto de mi reticencia a ejercitar los músculos motores. Pero en el resto, como bien, a veces me excedo; duermo poco en la noche y cabeceo como buen ruco durante el día y hasta lo que me gusta pensar, mis gastadas neuronas siguen funcionando.

Estos prácticamente dos años de reclusión me enseñaron que si se buscan una tarea para cumplirla y se le asume casi como obligación, puede no ser tan grave, sensible o dañina. A condición de que periódicamente se pueda visitar el Hunán o visitar con fines extramaritales Valle de Bravo. En este segundo caso, se recomienda previamente facilitar el encarcelamiento de la cónyuge.

Ya me dispersé. Repito que en poquititos días llego al cuarto escalon de mi octavo piso, con lo que de hecho romperé el extraño hechizo familiar. Si no lo logro pese a mi correcto estado de salud, no pasará nada. Y no me parece preocupante.

Cumplo mi ciclo vital con mucha alegría, acompañado por mi esposa Magdakena y con la cercanía de mis tres vástagos y mis seis nietos. Todos, ejemplares, sobresalientes sin exagerar.

Triste, eso sí, que en dos años aunque gracias a la buena crianza de quienes son mis amigos, mis colegas, logré mantener el contacto con casi todos pero no tuve el privilegio de la sensación afectuosa del contacto directo.

Me explico: feliz de intercambiar mensajes con ellos, pero falta la mirada cómplice, la sonrisa oportuna, el toque afectuoso de la mano. El calor humano, pues.

No tengo claro si uno debería presumir de haber vivido dentro de una experiencia tan antipática, el bicho. Pero si uno se muere ¿a quién se le presumirá?

Para los días finales del siguiente mes, les contaré si superé el registro familiar. Mi padre murió con menos años, víctima de tabaquismo. Decía, cuando le sugerían que abandonara el vicio, “por lo menos sé de qué voy a morir”.

No es una muerte agradable, puedo asegurarlo. Muéranse cuando les toque pero sin buscar atajos.

Si a finales de enero no les escribo, quiere decir que todo fue como era previsible. Sólo que soy bien contreras así que ya sabrán…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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