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Ocios carreteros…

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Desde muy pequeño fui un verdadero fanático de los vehículos automotores, apenas con 14 años ya estaba juntando para mi primer coche y más o menos a esa edad, con un amigo y vecino, me hice de mi primera motocicleta.

Trepado en dos ruedas recorrí gran parte del occidente del país, con jornadas de diez y hasta catorce horas de manejo. Mi acompañante y los hados se lo premien, era mi esposa Magdalena.

Seis décadas duré trepado en la moto, vicio abandonado cuando me atropelló la realidad y la ocasional pérdida de equilibrio. Hasta la fecha dos décadas más, añoro aquellos viajes tan ilustrativos que llegaba a memorizar los baches aunque por la velocidad y atención requerida, nunca mirase el panorama.

De los autos me saca lágrimas el recuerdo de mi primer amor, un Ford 1932, sedaneta, dos puertas, llanta continental, cuatro cilindros, sin bomba de gasolina que bajaba por gravedad a los múltiples de combustión porque carecía de carburadores.

Lo tuve hasta que me dio la ventolera de cambiarlo por uno “moderno”, entiéndase como tal un auto con bomba de gasolina y carburadores, fundamentalmente.

La locura por las máquinas se remonta a cuando acompañaba a mi padre por los botes de leche a Santa Ana Maya, vecina a Zinapécuaro, en una camionetita aún más rústica que mi amado primer auto. Esta debió ser modelo 1928 y contaba con similares características más otras como dos palancas en la columna de dirección, una era acelerador de mano y la otra adelantaba o atrasaba, según la necesidad, la frecuencia de la chispa sobre las bujías.

Mi padre era observado con ojo de halcón. Se negaba a enseñarme a manejar porque estaba seguro que terminaría en chafirete. Mirando aprendí lo necesario para, una vez en mi poder mi coche primero, manejarlo sin mayor problema.

De la viajadera por las estrechas carreteras de antaño, hoy que ya no tengo auto ni me dejan manejar, puedo observar los caminos. Me llaman la atención los letreros que remiten a esas épocas y que ya carecen de sentido.

La recomendación de no dejar piedras en el pavimento, responde a cuando los camiones no tenían un freno para estacionarse. Si se ponchaba una llanta, atoraban el vehículo con grandes piedras colocadas en las ruedas traseras.

Estos estropicios eran comunes en los automotores, en carretera o en ciudad. Inventaron las llantas sin cámara, que en pinchazos menores se autosellaba y bueno, hace décadas vi por última ocasión una tronada de llanta en un auto.

Otro letrero, pero este acompañado de un foso que debería contener agua pero hoy, inútil sólo tiene tierra, quizá algunas hierbas o arena en el fondo.

Los motores, enfriados por agua, llevaban un radiador cuyas celdas se obstruían con los insectos atrapados al circular, ocupaban sitio preferente las mariposas y las abejas.

Para enfriar el agua circulante en el radiador un ventilador de cuatro aspas giraba de acuerdo con la velocidad del vehículo. Para jalar más aire, había quien aumentaba dos paletas que ayudaban un poco, pero los coches “calentones” nunca mejoraban lo suficiente,

En las subidas prolongadas se construían los auxilios para refrescar la máquina y suplir el agua consumida. Con los líquidos especiales que sustituyen la rusticidad del agua, no he visto un solo auto usando esos pozos, hoy secos.

Cuando las bajadas también eran prolongadas, se advera al manejado que usara su motor para contener el impulso de su camión. Siguen visibles algunos de esos letreros, pero han sido reemplazados por las rampas de emergencia que, cierto, funcionan.

Un par de enormes transportes de carga semihundidos en esas rampas me permiten suponer no sólo que funcionan sino que de cierta manera contribuyeron a salvar vidas.

Y a todo esto las modernidades que no me convencen pero que se impusieron ya que así se usa en Europa. Ya hablaremos de las carreteras que apiñan en tres carriles la circulación. Por hoy y para no aburrirnos, cortamos aquí…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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