Inicio POLÍTICA Redobles por el Rayo

Redobles por el Rayo

423
Rafael Ramírez Heredia

Uno
Mi amistad con Rafael Ramírez Heredia, Rafa, el Rayo, el Rayito, se cimentó en los trabajos conjuntos. Nos conocimos a principios de los años ochenta, pero la amistad sólida, querendona, comenzó en 1987, cuando semana a semana nos reuníamos en el restaurante La Bodega, donde con el pretexto de la novela colectiva («El hombre equivocado», Mortiz, 1988; ¿no decíamos que el hombre equivocado era el editor?) nos reuníamos para comer uno que otro antojito, bebernos docena y media de tragos (por cabeza), ventilar los chismes recientes del medio literario y del político, hablar un poco de literatura y un poco menos de las vicisitudes de la novela que escribíamos.
En esas reuniones el Rayo daba amplias muestras de sensibilidad, espíritu generoso y sentido del humor, y también de un implacable rechazo a los pedantes y a los embusteros. En esos tiempos pasé unos meses de atroz indigencia. Había perdido departamento, libros, muebles. Ganaba para lo indispensable (más bien menos de lo indispensable) corrigiendo textos en una editorial médica. Seguí, con todo, frecuentando La Bodega. Aceptaba la invitación a un trago o dos y desaparecía. Y el único que se dio cuenta de mi jodida situación fue Rafa. Una tarde, saliendo ya del restaurante, Rafael me alcanzó y allí, en privado, me lo dijo y me ofreció su ayuda y algo acepté. Por fortuna, pronto soplaron mejores vientos para mí.
La novela a veintidós manos fue publicada en los primeros meses de 1988 y Rafael tuvo la idea de conceder, con el producto de los derechos de autor, un premio: el Sofía Platín, nombre de la protagonista del divertimento narrativo. Otorgamos el premio e hicimos un homenaje al escritor Sergio Galindo, quien por entonces, enfermo, delicado, se había recluido en el puerto de Veracruz. Un fin de semana (gracias otra vez al Rayo, que se encargó de hallar los patrocinios y organizar el viaje) cinco o seis de los autores salimos al puerto en un tren especial en un «Viaje… con la narrativa», como se conoció. Antes, de abordar los vagones leímos algunos textos en el vestíbulo de la Estación de Buenavista y durante el viaje leímos para los invitados.
El convoy llevaba coches cama, coche restaurante y vagón bar. Después de la lectura viajera nos refugiamos en el bar (los tragos eran cortesía de la casa) y Rafael le preguntó al barman, un muchacho de veintitantos años:
—¿A qué hora vas a cerrar el bar?
—A la hora que ustedes digan.
—Pues no sabes en la que estás metido —le dijo el Rayo.
Abandonamos el bar cerca de las ocho de la mañana, y eso porque el tren estaba entrando a la estación en el puerto. Nos alojaron en no sé qué hotel; no hubo mucho tiempo para dormir porque el homenaje a Galindo estaba programado para medio día y luego había una comida y en la noche una cena. Todo salió bien y Sergio Galindo estuvo feliz.

Dos
José Francisco Ruiz Massieu fue asesinado en septiembre de 1994. Cinco o seis meses después Rafael nos invitó a confeccionar un libro colectivo sobre el ex gobernador de Guerrero. Eugenio Aguirre, Guillermo Zambrano y yo aceptamos participar con Rafael. Iban a pagar bien y no ponían condiciones ni daban línea. De acuerdo.
—Nomás que urge —dijo Rafael—. Quieren que salga en el primer aniversario del asesinato.
—¿Y cómo le vamos a hacer?
Ya el Rayo lo había pensado. Realizando entrevistas con gente cercana a José Francisco y consultando periódicos y revistas. Contábamos, además, con documentos de la investigación judicial.
Rafael, Eugenio y yo hicimos entrevistas y recurrimos a diversas fuentes para situar el hecho y las circunstancias del personaje en diversos momentos. Zambrano se encargó de la reseña del asesinato y el seguimiento de las investigaciones.
Yo tenía miedo de que no saliéramos a tiempo, de que no cumpliéramos, pero Rafa destilaba confianza. Claro, escribía a una velocidad endemoniada y supongo que nos contagió. El libro («Ruiz Massieu: el mejor enemigo», Espasa Calpe/ Planeta, 1995) salió a tiempo y la primera edición se agotó en dos semanas.
Cosa de un año después Rafael y yo aceptamos escribir un libro de crónicas del crimen («La nota roja 1990-1994», Grupo Editorial Siete, 1996). El volumen recoge veinte crónicas y ninguna fue firmada por el autor. Sin embargo las que produjo el Rayo son inmediatamente reconocibles, porque no solamente escribía a gran velocidad, sino que imprimía a sus textos (novelas, cuentos, artículos, lo que fuera) un ritmo vertiginoso que no daba respiro al lector.
Decía David Martín del Campo que el Rayo arrancaba en tercera. Sí, cierto, pero la gracia no estaba solamente en arrancar a esa velocidad sino en mantenerla en el curso de un cuento o, más complicado aún, de una novela. Ojalá nos hubiera revelado el secreto.

Tres
No estaba yo en la ciudad de México cuando murió Rafael en octubre de 2006. Viajo poco, cada vez menos, en todo caso soy un viajero sedentario, pero había ido a Colima a dictar un curso. Una mañana, saliendo de desayunar en el hotel, el botones me ofreció un diario local. Vi la primera plana y me senté en un sillón en el vestíbulo. «Murió el escritor mexicano Rafael Ramírez Heredia». No sabía yo que Rafa estaba enfermo y me pasmé. Allí estuve veinte, treinta minutos pensando no sé qué, con la mirada errando no sé dónde.
Luego subí a mi habitación y me puse los audífonos del ipod. Entre las doscientas canciones que guardaba el aparato iba “La señal”, de Álvaro Carrillo. Me puse a escucharla. Era la canción que le pedía a Rafael que cantara cuando andábamos en nuestras alegres y sentimentales parrandas.

Artículo anteriorUn nuevo estilo de gobernar
Artículo siguienteDon Adolfo
Es un sitio digital abierto a todas las ideas, emociones, libertades, política, literatura, arte y cultura. 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario
Por favor ingrese su nombre aquí