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Cerezos en Central Park  

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Relatos dominicales  

Miguel Valera  

Uno nace solo y muere solo, me dijo Mijael una tarde del mes de mayo, en una banca del Central Park, en Manhattan, mientras admirábamos las flores rosas de los árboles de cerezo que inundaban nuestra mirada. Estábamos cansados y empezábamos a disfrutar de nuestros alimentos. —Sí, me insistió. Te acompañan muchas personas en la vida, pero al final estas solo y te mueres solo para ir al Olam Ha-bá, remató, traduciendo de inmediato “el mundo por venir”.  

Entonces empezó a disfrutar la comida kosher que había comprado en la esquina noreste de la calle 72, antes de que ingresáramos a la parte oeste del parque. Llevaba dos pedazos de pizza de vegetales y una ensalada de berenjena con hojas de parra rellenas de arroz. Yo, que nunca había probado mejor comida china en mi vida, preferí un “chiken lo mein”, que no es otra cosa que pasta con pollo y vegetales. De postre, le pedí que me incluyera unas tres “orejas de Amán” rellenas de nueces, dátiles y mermelada de durazno, de las que él había comprado.  

Mientras el sol del ocaso abrazaba los cerezos y Morfeo quería hacer lo mismo con nosotros, la lancé directo, a bocajarro la pregunta sobre el cielo y el infierno. ¿De verdad existen? El, que venía de un pueblo eterno, que vio pasar el esplendor egipcio, babilónico, de los persas, de los griegos, los romanos y que sobrevivió al Holocausto —como alguna vez leí en una reflexión de Mark Twain—, lo que los hacía ver como “inmortales”, me contestó serio, con una mirada profunda, que sí existían.  

Ahí, en esa banca de Central Park, entendí lo que la palabra “convicción” significaba. Él tenía “razones de conciencia” para creer profundamente que eran elegidos, porque creían, como escribió Twain, “el pueblo judío, los vio a todos, los derrotó a todos y hoy es el alba de las civilizaciones; no muestra señales del hundimiento, ni desgaste de vejez, todos son mortales menos los judíos”.  

Le insistí, cuando nos detuvimos en el emblemático mosaico de “Imagine”, en memoria de John Lennon, a unos pasos del edificio Dakota, donde fue asesinado: “Imagina que no existe el paraíso. Es fácil si lo intentas. Ningún infierno bajo nosotros. Por encima de nosotros sólo el cielo. Imagina toda la gente viviendo el hoy”.  

Eso es sólo poesía, me contestó. Sonreímos, mientras intentábamos cantar Imagine there’s no countries, It isn’t hard to do, Nothing to kill or die for (Imagina que no hay países, No es difícil, Nada por que matar o morir). No cabe duda, pensé, mientras nos subimos al metro para llegar a casa de Luis Ubaldo, donde pasaríamos la noche, que en efecto el pueblo judío tiene espíritu de eternidad, por el mesianismo que cargan en hombros, porque se saben necesarios, imprescindibles para salvar la humanidad. La gran babel de acero nos engulló esa noche, para perdernos en la oscuridad y el anonimato, ávida de los sin rostro.  

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