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El cuento según Valadés, Valadés según el cuento

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Edmundo Valadés adquirió muy temprano la sabiduría del cuento y ya en 1939, a los 24 años de edad, inició con Horacio Quiñones la publicación de la revista El Cuento, intento inaugural truncado, luego de cinco números, por la escasez de papel y una administración —llegó a confesar Edmundo— de estilo bohemio. Veinticinco años más tarde Valadés volvió a la carga y logró mantener la revista en circulación a lo largo de 30 años.
Esta empresa editorial —a la que hay que sumar otros trabajos antológicos de Valadés: El libro de la imaginación, Los grandes cuentos del siglo veinte— no sólo consiguió despertar o reavivar el interés de buena cantidad de lectores por las historias cortas, sino que en gran medida contribuyó, doblemente, a la formación de cuentistas mexicanos: de una parte desplegando en las páginas de El Cuento, en entregas mensuales o bimestrales y a menudo de periodicidad irregular, la más amplia, rica y variada antología universal del género; de la otra parte, ofreciendo a quienes enviaban textos, en frases concisas y directas, sin doblez ni desperdicio, consejos que resultaban de gran valor para los autores que empezaban y diría que también para quienes se veían ya en tránsito hacia la consagración.
La revista fundada por Valadés constituye —en la suma de la colección, o en ciertos ejemplares disponibles, a veces en el número único que se posee— un libro de texto indispensable. Porque cada cuento allí arraigado —con excepciones que sin duda se deben a la benevolencia del editor y no al descuido — es un modelo, un paradigma entre una cifra infinita de paradigmas. Y hay más: hojeando las páginas de los por fuerza manoseados ejemplares, halla siempre el cuentista —lo mismo el principiante que el ya formado, o que así lo supone—, además de la prosa estimulante de los maestros, alguna recomendación precisa que invita a la reflexión y no pocas veces obliga a la reescritura de un texto propio, o que proporciona indicaciones —luces— para solucionar la minificción que no se dejaba atrapar.
La temprana sabiduría cuentística de Valadés le permitió reconocer virtudes perdurables en infinidad de textos que publicó en El Cuento. Es verdad que en los primeros números de la revista, los de 1939, aparecieron autores de prestigio universal —Gorki, Pirandello, Selma Lagerloff, entre otros—, y también lo es que concedió espacio a cuentistas escasamente conocidos, como Cary Kerner, Jim Phelan, Sandor Hunyady y los mexicanos Efrén Hernández y César Garizurieta (el dilecto Tlacuache, recordado más que por sus prosas por un aforismo exacto y lapidario: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”).
A partir de 1964 Valadés retomó los cuentos de la primera época y se abrió a otras perspectivas. La revista continuaba siendo el escaparate de la más brillante narrativa breve universal, pero en la nueva etapa puso especial énfasis —y entonces había que asumir los riesgos— en promover relatos escritos en lengua española, particularmente de autoría latinoamericana. Un dato significativo: hasta el número 91 (1984) los tres países más representados en El Cuento eran México, con 285 autores publicados, Estados Unidos con 167 y Argentina con 118.
Como escritor, Valadés tuvo expresión escasa y tardía (su primer volumen de cuentos, La muerte tiene permiso, fue publicado sólo en 1955, mismo año en que vio la luz Pedro Páramo, también de autor parco y tardío; en 1966 dio a conocer Las dualidades funestas y en 1980 Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita), quizá porque su sapiencia en el género lo obligaba a reconsiderar y reelaborar una vez y otra los textos que se proponía dar a la imprenta; quizá porque —como lo explicó en alguna entrevista— su proceso creativo era extremadamente lento; quizá, finalmente, porque asfixió la voz del escritor que llevaba dentro para difundir otras voces entrañables o alentar la efusión de nuevos talentos narrativos.
En esencia, planteaba Edmundo Valadés que un cuento es la restitución de un incidente ocurrido a cualquier ser humano, y este incidente tiene que ser recreado con perspicacia tal que logre revelar el trasfondo, el significado y las repercusiones de un hecho mínimo que, de no ser por los aportes del autor, carecería de trascendencia. Sostenía que lo más importante para que una historia deviniera cuento, buen cuento, era que debía contener tal interés, tensión, desarrollo, desenlace y manejo idiomático, que resultara inolvidable. Esto último lo refrendaba al afirmar que el logro clave de un gran cuento es que resulte inolvidable.
A partir de estas premisas sencillas —que en su obra no excluyen la complejidad de la inventiva, la exploración de una temática diversa, el aprovechamiento y la combinación de recursos narrativos heterogéneos y una prosa paciente, disciplinada y sobre todo eficaz— construyó Valadés su universo cuentístico. Los textos agrupados en las tres colecciones de su autoría reflejan la clara fidelidad a aquellos principios básicos. Y tal vez el mejor ejemplo de tal adhesión se encuentra en “La muerte tiene permiso”, el más conocido y recordado de sus cuentos.
En este texto prototípico consigue Valadés la tensión mediante la desnudez, evadiendo todo dato inútil o accesorio. El desarrollo es puntual: abre con la descripción de una asamblea de ejidatarios, luego cede la palabra al personaje Sacramento —portavoz de los campesinos ofendidos—, quien refiere las tropelías de cierto cacique municipal, y la denuncia desemboca en una inusitada propuesta de justicia; tras breve discusión, la medida redentora es aprobada. Y viene el desenlace, contundente golpe de dados, dos o tres líneas que llevan el cuento, como pedía Cortázar (o un conocido suyo, según el propio Cortázar), a ganar por nocaut.
No fue Valadés un innovador ni se propuso serlo. Como escritor su interés se centraba, así lo sugiere buena parte de sus textos, en contar bien y de manera breve (pues mientras más breve sea el cuento más cuento es, solía decir) una historia mínima, compacta, concentrada. Sabía apropiarse de cualquier anécdota, por banal o irrisoria que pareciera —a condición de que estimulara alguna de las fibras de su instinto narrativo—, y lograba conferirle la dignidad del cuento. El producto final, en la misma medida en que cumpliera con las premisas de su personal preceptiva, se aproximaría a la inolvidabilidad.
Llama la atención en Valadés la fascinación que le producía esa característica, la inolvidabilidad, que reclamaba para el cuento. Repetidas veces, en entrevistas, en la conversación, abordó el tema y reiteró su convicción de que el mejor cuento era el inolvidable. No es casual, pues, que las dos antologías que preparó para conmemorar el Día del Libro (en 1993 y 1994) las titulara Cuentos mexicanos inolvidables. Nos queda la impresión de que Valadés leía todos los cuentos potencialmente antologables y, tras un periodo de reposo, de sedimentación, a la hora de las inclusiones aceptaba únicamente los que le era dable recordar.
Sospecho que muchos cuentistas hubiéramos querido hacerle a Edmundo Valadés la gran pregunta. ¿Cuál es la fórmula, maestro, para escribir cuentos inolvidables? Imaginemos la suave sonrisa de Valadés, su voz lenta, cansada tal vez de dar consejos: “Bueno, hay que escribir muchos cuentos y a la mejor en una de ésas nos toca la de buenas”.
* * * * *
Durante los últimos meses de don Edmundo lo veía yo con frecuencia. Teníamos oficinas en un edificio del Fonca cerca de Plaza Loreto. Yo estaba dos pisos más arriba y bajaba a conversar con él un par de veces por semana. “Estoy cansado, ya no tengo la alegría de vivir. Me gusta llegar a mi casa y tomarme un güisqui”, me dijo alguna vez. Un día de noviembre de 1994 me informaron que no había ido a trabajar porque estaba enfermo.
No lo volví a ver.

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