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Las testas coronadas…

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Por Carlos Ferreyra

Nunca me han gustado las dinastías, me parece que en el caso de los nobles, representan uno de los vicios más arraigados y perversos y van contra la lógica y el más estricto sentido humano.

Explico: los monarcas, así lo sostiene la tradición, son la consecuencia de una decisión de las divinidades. El Dios que seleccione el lector, está bien, igual cometen el atropello de amparar a quienes tuvieron la fortuna de nacer entre las sabanas de quienes ostentan títulos nobiliarios.

A partir del nacimiento, el pequeño noble será objeto de educación especial, contará con vehículo, chófer, sirvientes que hasta la cola deberán limpiarle. Y claro, dispondrá del yate real, de los aviones y palacios que sin hacer nada para obtenerlos, quedarán en sus manos.

Pasado el tiempo, esos vástagos reales tendrán millonaria asignación del presupuesto nacional, igual que el resto de su parentela, con énfasis en los monarcas.

En Suecia participé en cena real invitado por Carlos Gustavo Adolfo y su esposa, una plebeya muy hermosa, brasileña, de nombre Silvia, creo.

Ante la evidente inutilidad de la cabeza coronada un empresario que vivió muchos años en México, explicó algo que no supe ver: el mejor vendedor de los productos y promotor de inversiones en el extranjero, era el rey sueco.

La primera ocasión que tuve noticias cercanas del hispano Juan Carlos, fue cuando en el avión real que venía a países latinoamericanos, se acercó al área de los periodistas, a los que preguntó si creían en los efectos de la sal de nitro, supuestamente adicionada al menú aéreo.

Popular la versión de que el rey Borbón tiempo atrás había decidido hacer vida filial con Sofía, la heredera del trono griego y esposa suya. La prueba, decían, es evidente en su rostro.

Juan Carlos, el bonachón, explicó que desde el inicio del periplo no se le había puesto gorda. No dijo más pero causó risas y comentarios jocosos sobre la sustancia que la voz popular conocía como inhibidor sexual.

En ese recorrido por varias naciones participó en una Cumbre en la que estuvo presente Hugo Chávez, presidente elegido por votación mayoritaria en Venezuela, quien fiel a su naturaleza protagónica, se agandalló el micrófono hasta que se escuchó la voz enérgica, mandona de Juan Carlos callándolo.

El monarca, tocado por el dedo de Dios en su misión terrena, evadió el hecho de que debía, como Jefe de Estado, guardar distancia y respeto a quien representaba a un pueblo, equivocado o no, pero elegido democráticamente.

Tuve ocasión de tratarlo de cerca, brevemente desde luego. Una comisión del Senado mexicano pasó a saludarlo a la Zarzuela. El cálido trato informal, donde ninguno de los presentes hizo genuflexiones, caravanas, y lo trató de señor y no con los títulos usuales, y la actitud cordial de rey, me hizo sentir que era un hombre de profunda calidad humana.

Un par de horas antes tuvimos un desagradable incidente con el presidente Felipe González que se mostró prepotente y mal agradecido con los visitantes, oriundos de un país al que mucho tiene que agradecer en su camino hacia el poder.

Eso, por contraste, provocó la buena impresión del rey. Con el tiempo nos enteramos de los cochupos, raterías y saqueos de los miembros de la Casa Real. Los Papeles de Panamá y negociados dentro del país con los despojos financieros de quienes confiaban en los reyes.

Luego, sucesivas infidelidades, intervención como vulgar coyote para obtener concesiones y obras particularmente en el mundo árabe. Y la cereza del pastel, su afición a la cacería de especies en extinción, y su amante, una señora alemana que de la plebe ligó un noble de medio pelo, del que se divorció para relacionarse con el rey hispano.

En este affaire la mujer obtuvo la propiedad de varias empresas financieras inscritas en Panamá y lo mejor: recibió 65 millones de euros que hoy, y por diferentes rutas, intenta recuperar el anciano “rey emérito”.

El yerno condenado a cinco años de prisión, las hijas mezcladas en estos manejos turbios, pero finalmente todos felices en sus castillos, sus palacios y los chunches que por su calidad de nobles les corresponde.

Los Borbones, que ni españoles son, instituyeron un reconocimiento hereditario, el Toisón de Oro, un collar que a Felipe, el actual monarca, se lo colgaron del pescuezo cuando tenía doce años.

Bien, una de sus hijas con trece años de vida ya lo recibió de manos del rey, su padre. El obsequio tiene un valor de 50 mil euros.

Juan Carlos, afirman, está refugiado en Dominicana. Será juzgado con su barragana, por un tribunal suizo. Sofía al parecer vuelve a su país, y el resto de la familia deberá enfrentar el creciente repudio de quienes, como yo, están en contra de las heredades y las vidas fincadas en oropeles.

Parafernalia muy cara y en beneficio de familias disfuncionales, parásitas . Espero que los sucesos actuales den con la monarquía gachupa al canasto de los trebejos inservibles… ¿será Felipe el último Rey de España..?
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