Juan Pablo Armas
Cuando abordé el taxi, en la calle de Enríquez, en el corazón de Xalapa, la capital de Veracruz —un gran estado, bañado por el Golfo de México— lo primero que me llamó la atención del conductor fue su figura, su porte y talante. Era un hombre güero, que parecía gringo, con bigote bien afeitado, ya con algunas canas, guayabera y brazos fuertes, como si de un señor de campo se tratara.
“A este señor solo le falta el sombrero”, pensé, sin decirle. Muy amable, me preguntó a dónde me dirigía y de sopetón sacó el tema del clima. —Mucho calor, ¿verdad? Ya tenía días que no se sentía este calor en Xalapa, me dijo. —Sí, mucho, asenté de inmediato.
Sin poderme contener, le pregunté que si era xalapeño y de inmediato, volteándome a ver con interés, me dijo que no, para mostrar, orgulloso, que había nacido en Alto Lucero. “Soy del meritito Alto”, me comentó, ya con cierta confianza. —¿Conoce usted por allá? —Claro, le contesté, e hice referencia a las famosas enchiladas del restaurante El Mirador, de Cirino Castillo.
—Ah, sí, cómo no, es de mi familia. Bueno, allá casi todos somos familia, añadió. Y sí, las enchiladas que hace su esposa son de las mejores de Alto Lucero. Además, le interrumpí, la vista desde su restaurante es maravillosa, sus historias, la poesía que escribe y el toronjil que ofrece a sus clientes e invitados es fenomenal, comenté, mientras don Joel esperaba el verde del semáforo y conducía Ávila Camacho, para llevarme hacia el norte de la ciudad.
—¿Y este zapatito?, le pregunté, cambiando de tema a la conversación. En el tablero de su taxi, pegado quizá con una gota de silicón, fijo, inmóvil, destacaba un zapatito de bebé. Esperaba por respuesta, quizá el recuerdo amoroso de un padre que vio crecer a su hijo y que con nostalgia, conservaba ese zapato en memoria de la infancia.
No fue así. Mientras llegábamos a la intersección de las Avenidas Américas y Xalapa, noté cómo don Joel apretó el volante con fuerza cuando le pregunté. Me llamó la atención la reacción de los músculos de sus brazos, que como decía, parecían de un hombre que en su juventud había trabajado la tierra, ahora ya lo sabía, en su natal Alto Lucero.
Me volteo a ver, pero ahora su mirada no era la del hombre alegre, interesado en la conversación con un extraño. No, su mirada era de tristeza, de dolor. Y sí, así lo confirmó. —Era de mi hijo. Ya no está conmigo, falleció siendo apenas un bebé, me contestó a bocajarro, abrumándome, desarmándome, sin permitirme coordinar una palabra.
Cuando pisó el acelerador, para cruzar la avenida Américas, desperté de ese lapsus y le contesté con un lacónico “lo lamento, me da mucha pena”.
Don Joel no se inmutó, siguió manejando y empezó a contarme. Sí, mire, ha sido lo más difícil que me ha pasado en la vida. Yo sé que esto puede ser común en la vida. A eso venimos, a morirnos, pero nadie piensa en eso hasta que le toca con alguien cercano. Pero mire, yo le puedo decir algo, no hay dolor más fuerte que el de la muerte de un hijo.
Ahí, Joel respiró hondo, fuerte, profundo. Sus brazos fuertes se afianzaban al volante y la mirada fija en la calle, tratando de evadir los baches. Me miró de reojo y continúo: “allá en el rancho todos los hombres tenemos la idea de que el dolor más fuerte que una mujer experimenta es el de parto e incluso mucha gente dice que si el hombre pariera, si el hombre trajera a la vida a un hijo, no aguantaría ese dolor. Pues fíjese que yo creo que el dolor más fuerte, es perder a un hijo”.
“Sí. Cuando un hijo llega la madre lo espera con gusto, con anhelo, con alegría, pero cuando un hijo se va, se muere, se queda un vacío muy fuerte en el alma, un dolor incomprensible. No sé si usted me entienda, pero así es”.
“Mi Ramoncito tenía dos años. Ese zapato que ve usted ahí es de bebé. Nació enfermo y luchamos dos años por salvarle la vida. Vendí los terrenos que tenía en el rancho, me acabé todo mi dinero y al final lo perdí. Eso del dinero la verdad no importa, el dinero va y viene, pero a mi hijo nadie me lo regresará”.
El hombre recio, curtido por el sol del campo y de la ciudad, en donde ha manejado por muchos años, se abrió conmigo, desdobló su alma y sin soltar el volante del coche para algún ademán o expresión de las manos, me siguió contando.
“Mi esposa casi enloquece. No sabía yo qué hacer con ella. Yo sentía en el pecho un dolor muy profundo. Llegué a pensar que me infartaría. Por mi cabeza pasaron muchas cosas, hasta pensé en quitarme la vida. La verdad no sé cómo he sobrevivido después de esto. Bueno, quizá sí lo sepa, mire”, me dijo.
Y así, mientras llegábamos a la Avenida México, ya para entrar a la colonia Revolución, me contó que un día llevó de pasaje a una mujer que buscaba a un hijo perdido.
“Sabe —aquí me volteó a ver y clavó su mirada en la mía, que lo seguía atento—, yo no sabía que en Veracruz había tantas personas desaparecidas. Esa señora vio el zapatito y le conté parte de mi historia, pero cuando ella me contó todo lo que había hecho para encontrar a una de sus hijas, la verdad, le digo a usted de machines aquí, la verdad, me puse a llorar”.
“Yo he venido quejándome en la vida por esto que me pasó, pero cuando usted se entera uno de que en Veracruz hay casi 4 mil familias buscando a un hijo o hija desparecido, esto sí es otra cosa, un dolor de otra dimensión”, me dijo.
“Esta señora, que nunca me dio su nombre, me contó que pertenecía a un colectivo de familiares de desaparecidos y que cada vez que encontraban una fosa clandestina, porque han encontrado muchas en todo el estado, se le partía el alma, lloraba y oraba para que pudiera encontrar un rastro, una señal, algo que le indicara dónde podría estar su hija”.
Ese día, en una corrida larga, la más larga que he hecho en Xalapa, por la historia que me contó, recordó Joel, me dijo que deseaba encontrarla muerta. “Mire señor, ya quisiera que acabara este calvario. ¿Sabe usted lo que significa buscar y buscar, sin ninguna respuesta? El dolor es incomprensible, no se puede explicar. Yo preferiría encontrarla muerta, para llevarme sus restos y tener un lugar a dónde irle a llorar”.
“Usted dice que ha sufrido mucho por la pérdida de su pequeño Ramón y yo lo entiendo, pero usted tiene un lugar a dónde ir a llorar, a dónde llevarle flores, pero yo no, yo no sé. A veces pienso que los que se llevaron a mi hija la metieron a la prostitución, la violaron, abusaron de ella o se la llevaron a otro estado o país. Eso me da esperanzas y sigo buscando, pero de pronto me canso y desearía encontrarla muerta, sí, muerta, pero al menos encontrarla, saber dónde quedó su cuerpo”, me cuenta Joel, recordando la conversación de la señora.
“Eso sí me cimbró, de machines, de hombre, vuelve a repetir. Me puse a llorar con la señora. La dejé en la colonia Vasconcelos, muy cerca de aquí de la Revolución, me dijo, y no me atreví a cobrarle los 80 pesos que costaba el viaje. Le detuve el dinero en la mano y así como soy yo, burdo, un hombre de pueblo, le dije que lo guardara y que siguiera luchando”.
“De entre todos los dolores por la pérdida de un hijo, ese es el dolor mayor, el no saber dónde está, dónde quedó su cuerpo, dónde ir a rezarle y a llorar”, reflexiona Joel.
Se detuvo en la Avenida Atenas, casi esquina con Plutarco Elías Calles, en el corazón de la Colonia Revolución, el destino que le había pedido. —“Aquí es la dirección que me dijo, joven”. Lo miré directo a los ojos y le di un apretón de manos, agradeciéndole su amabilidad, atención y confianza.
No pude decirle más. Su historia me hizo girones el alma. Cuando el aire de la Avenida Atenas llegó a mis pulmones, respiré profundo, quizá para evitar llorar. En el corazón de esta otra Xalapa, la vida bullía a todo lo que daba. El sol de la tarde caía con fuerza sobre el hormiguero humano que caminaba de un lado para otro, haciendo lo más humano que todos hacemos, sobrevivir.
“Más de 4 mil familias buscando a un hijo o hija desaparecido. Eso sí es algo profundamente doloroso para una sociedad”, pensé, y me interné en la calle, a la cita periodística pactada para ese día. No pude llorar. Quizá el sudor que empezó a correr por mi cara, le ganó a las lágrimas, deseosas de brotar.
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