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¡Se me rompió la hiel!

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La exclamación era cotidiana sólo al ver, oler y participar en los deliciosos guisos de la abuela.

Porque sí, en mi remota infancia los pequeños integrábamos el ejército de pinches, que no sabíamos que así eran nombrados los ayudantes de la cocinera.

En el mole nos absteníamos de presenciar la muerte del guajolote o de las gallinas o pollos. La operación tenía visos de salvajismo cuando quien encabezaba la manufactura del platillo, asesinaba al animal.

Con mucha habilidad, producto de la experiencia, tomaba por el pescuezo el ave y con un magistral juego de muñeca, lo hacía dar vueltas hasta que el cogote se adelgazaba tanto, que bastaba un jalón final para el degüello.

Caía al suelo el ave, que sin cabeza revoloteaba y corría sin rumbo hasta que de pronto quedaba inmóvil. De allí a un cazo con agua casi hirviendo y entonces entrábamos los infantes a desplumarlo.

Mientras, el delicioso aroma de chiles asados se expandía por la enorme cocina, donde sonaba rítmicamente el movimiento de la piedra, la mano sobre el cuenco del molcajete, haciendo coro con la mano del metate y su deslizamiento en la piedra plana.

Esa era la parte vedada a los legos que nos limitábamos a disfrutar anticipadamente el delicioso y laborioso platillo. Los puros olores desataban la gula y surgía la exclamación: ¡se me rompe la hiel!

Por alguna parte sabíamos que los pajarracos que comeríamos con el mole, tenan hiel aunque nunca tuvimos la suficiente curiosidad para saber dónde la tenían y para qué les servía. La tenían y punto.

Este proceso llevaba un día completo. Y aunque era muy celebrado al servirlo la primera ocasión, la gente esperaba con ansiedad el recalentado.

Entonces, si llevaba guajolote o no, era lo de menos. Serviría para aderezar un buen arroz colorado, a la mexicana, y los consabidos frijolitos chinitos o refritos. Y hasta tortillas de maíz recién echadas y sólo embarradas de la riquísima pasta.

Esos son recuerdos de un México que murió hace muchos, muchísimos años. A la frecuencia del mole y el sagrado rito de su preparacion, lo hemos sustituido con otras delicias que hoy, por razones de la modernidad disfrutamos en ciertos comederos.

La foto de este comentario, corresponde a un restaurante acapulqueño, propiedad de doña Gloria, madre de una querida periodista, Patricia Toscana Suazo.

Sucede que doña Gloria es la creadora de una delicia que ha trascendido fronteras, el pescado a la talla.

Sin duda un manjar de dioses, pero mi hiel se muestra inquieta con este arreglo donde hay camarones a la diabla, camarones en cóctel y un pescado ligeramente sofrito.

Infortunadamente, el restaurante está muy lejos, en Barra Vieja, Acapulco. Lo que no es óbice para que sienta que se me revienta la hiel. Un antojo que me imposibilita el confinamiento. Pero hago constancua de mi antojo…

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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