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Lección de vida

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Cosas de la naturaleza. Sin saber el sitio exacto nada más la referencia del puente de fierro Ecatepec, donde dicen que fusilaron a Morelos, di con el lugar sin mayores problemas.

Lo que vi me paralizó y esperé la peor de las noticias:

El camión de mi padre se encontraba bajo cientos quizá miles de toneladas de grava que estaba usando para la construcción de la autopista a Pachuca.

Sobre la montaña de materiales varios peones intentaban desenterrarlo con palas, picos y barretas.

El alma volvió a mi cuerpo cuando escuché a mi padre siempre tan propio, enemigo de las malas palabras mentando madres e insultando a los operadores de dos trascabos que habían amarrado con cadenas a ambos extremos de lo que parecía ser el camión.

Los operadores inducían que si restauraban el chasis el camión quedaría destrozado totalmente.

Mi padre les preguntaba: “¿De qué camión hablaban par de imbéciles?” y agregaba: “ahí hay un joven enterrado y lo menos que debemos hacer es entregarle su cuerpo a su familia”.

A un lado una jovencita, casi niña, muy rubia de rostro rojizo por el sol, ojos redondos abiertos que parecían globitos, miraba las maniobras mientras aparentemente musitaba una oración y la barbilla le temblaba terriblemente.

La joven con los brazos sobre el pecho se estrujaba y emitía leves quejidos mientras tres niños, casi sus clones, abrazados a las piernas de la madre miraban sin entender nada.

Mi padre estaba fuera de control, me miraba y no estoy seguro que se diera cuenta que soy yo y preguntaba que sería el futuro de esos niños sin padre.

Miraba al horizonte, miraba a los niños, decía que era necesario garantizarles un futuro, me volvía a mirar y señalaba si es necesario los adoptamos.

Los operadores aburridos de tanta ofensa “pues vamos a trozar el camión total, no es nuestro”.

Arrancaron sus máquinas en sentidos contrarios y se escuchó una gran explosión cuando se rompió el vehículo.

Al techo de la cabina apareció cuando la arena empezó a derramarse a los lados, los peones que se habían retirado de nuevo abordaron su tarea y de pronto sin que entendiéramos lo que pasaba, risas, gritos, chiflidos y un vozarrón que decía : “ A este wey ni la muerte lo quiere, no hay quien lo mate…”

Dimos la vuelta hacia el lado del chofer y en ese sitio donde habían puesto mayor empeño, un barredero metió su enorme instrumento en lo que parecía ser la manija de la puerta y al grito de 1,2 y 3 logró que otros peones jalaran el marco de la puerta y prácticamente la arrancaran.

El joven chofer igual que su esposa, güerito esmirriado y pequeño, cuando vio que el cerro se le venía encima se acurruco en el estribo del vehículo entre la portezuela y el asiento del chofer.

 No recuerdo a marca del vehículo pero tal diseño le salvó la vida al joven que cuando vio que se abría la puerta, bajó una pierna, se ampolló en el barretero , bajo la otra pierna, rechazo con los brazos extendidos la avalancha de amigos que venían a felicitarlo y probó a caminar.

Dirigió sus pasos hacia donde pensó que estaba su familia. Su esposa, paralizada por la sorpresa empezó a derramar lágrimas, a temblar toda hasta que se acercó su esposo, se abrazaron, lloraron juntos.

Los niños intuyeron que algo ya estaba bien y entre risas y sin soltar el vestido de la madre se empezaron a jalonear, a reír y a tirar manotazos.

Mi padre le indicó que se subieran al coche para llevarlo a que lo revisaran en un sanatorio. El joven rechazó la oferta y la esposa con voz quebrada por el sentimiento decía:”No don Alfonso, esto fue un milagro de Dios y no necesitamos médico…”

Ante la insistencia de mi padre que quería prevenir daños futuros, el joven dijo

que se iba con su familia a su pueblo, vecino de la mina derrumbada.

La esposa con la cara lodosa por las lágrimas y el polvaderón anunció que en ese momento como estaban cerca de la villa de Guadalupe irían a darle las gracias a la Virgen y que desde luego el joven no se volvería a trepar a un camión.

Nuevamente se escuchó el hombre del vozarrón que gritó:” pues órale aquí cerca está Otumba para que puedas comprar tu burro y puedas transportarte”.

Nuevamente silbidos, gritos estilo charro mexicano y el ambiente era de total felicidad.

Apareció una camioneta destartalada, la pareja se subió a la cabina, los niños aparentemente acostumbrados a viajar en ese vehículo, tomaron su lugar y se tomaron de la manija apropiada. Desaparecieron.

Mi padre los visitó tiempo después y sí, todo había sido positivo. Ellos volvieron a ordeñar sus dos o tres vaquitas y hacer otras tareas agrícolas en su parcela, se veían felices.

Mi padre Alfonso Ferreira León creía en la virtud de los ejemplos, nunca le gustaron los discursos ni los consejos.

Está lección de hombría y de humanidad me quedó grabada para toda la vida en lo más profundo de mi conciencia.

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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