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76 centímetros

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Mario y Enrico discuten sobre la política del país. Todo es un caos, corrupción, y encima que no hay alternativa a la vista. Entonces Mario le confiesa a su amigo que, ahora sí, escribirá un gran libro sobre la situación. «Más que una novela, un ensayo, será una crónica necesaria de los últimos tiempos». La escena es de la película «Silvio», de Paolo Sorrentino, que desmenuza el marasmo que vivía Italia cuando el ascenso de Berlusconi.

         «Será un libro que hable de las cosas como son». A lo que su amigo repone: «Pero, ¿no es el libro que pensabas escribir hace diez años?». «Sí, el mismo, pero no desde un enfoque marxista… algo más libre y personal». Entonces su compañero le pregunta: «Mario, ¿cuánto vive el hombre en Italia». «No sé… 76 años, creo». Enrico saca del bolsillo un fluxómetro, como de carpintero, y lo extiende hasta ese centímetro. «Mario, ¿qué edad tienes?», le pregunta. El otro responde con parquedad: «73 años», así que su amigo le resta ese número a la cinta para encararlo: «Mario, te quedan tres años para escribir ese gran libro».

         El promedio de vida en México es de 75.2 años, así que habrá que celebrar hoy ese rango de «sobrevivencia» al tajante guarismo del INEGI. Día de Muertos y todos los santos danzando con la calabaza del Halloween que hemos adoptado del gabacho. Flores de cempazúchil, cirios y veladoras, incienso desbordando los panteones. ¡Ah, la veneración tan mexicana a los muertos!, que se han ido y que están con nosotros, ¿no me da para mi calaverita?

         La fascinación de los turistas por nuestro vínculo con el Mictlán es de asombro. «¿Por qué los veneran de tal modo, por qué les obsequian ofrendas con comida, por que se ríen y los festejan?». El estupor de los forasteros de hoy no es muy distinto al del Conquistador cuando, visitando el Palacio de Moctezuma, contempló el tzompantli en la plaza mayor. El bastidor mostraba centenares de cabezas de los sacrificados a Huitzilopochtli, la sangrienta deidad que nos persigue de siglos.

         La muerte y el mexicano, desde la mirada exterior, es una misma cosa de patetismo y horror. Los mexicanos y la Santa Muerte, la Muerte Niña, los 97 muertos que riegan los sicarios (diariamente) a lo ancho del país. De ahí el fervor nuestro de cada día nomás atender los noticiarios que van arrojando la cuenta interminable de homicidios de saña cotidiana… Zacatecas, Guanajuato, Sinaloa, y así hasta nunca acabar. Nuestros muertitos cotidianos.

         Se ha discutido hasta la saciedad sobre la inconveniencia (o no) de la pena de muerte. Los derechos humanos, sí claro, el imperio de la razón, desde luego, la modernización de los procedimientos penales, no se diga más. Sin embargo la pena de muerte es «realmente existente» en el país, y no solo en las fotografías de Casasola de cuando el paredón a los carrancistas. A mí, en lo personal, me ha ocurrido ya un par de veces: la pistola apuntándome, el reloj, la cartera y no te hagas pendejo. De modo que, si no hubiera obedecido, estaría muerto; supongo. Es decir, habrían cumplido la sentencia avisada. Ellos sí aplican esa ley (matar al transgresor de su mandamiento), pero nosotros no porque hay que respetar sus derechos humanos. Los pobrecitos asesinos.

         Nuestros modos idiomáticos son deslumbrantes a la hora de referirnos a ella. Petatearse, «darle cran», ajusticiar y, en las ambulancias de la Cruz Roja, «catorcearse». Lo del petate del muerto nos viene desde la prehispania idílica. Lo del «cran» es por el mecanismo de los autos de antaño, arrancados con la manivela del «cranker», que era el modo de matar a los pollos antes de desplumarlos: dándoles vuelta cogidos del cuello. Lo de las ambulancias es una seña de los camilleros cuando, al presenciar un caso perdido, anuncian por el aparato de radio: «clave 14», es decir, el herido ya está agonizando.

         Zombies, esqueletos, los 600 mil fallecidos por el Covid, la Catrina de Guadalupe Posada… todos de la mano desfilando, porque nos gusta el bochinche, a fin de mantenernos lejos de las estadísticas del INEGI. No vaya a ser.

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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