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Parásitos imperiales…

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Se llamaba Juan o José María Balanzo. Era reputado como una de las máximas autoridades en materia de casas reales europeas. Me dicen que falleció hace pocos años.

Era un personaje que podía ser muy irritante si lo tomabas en serio o muy gracioso si lo tomabas a chunga.

Lo recuerdo que se refería al director de mi diario, mencionándolo como tu amo o tu señor. Y lo decía más que en serio, para Balanzo las jerarquías lo eran todo por decisión de Nuestro Señor, rey de los Ejércitos y voluntad suprema.

Andaba por España para cubrir las primeras elecciones post Franco. Ganó un burócrata franquista, Adolfo Suárez que le puso buena felpa al socialista Felipe González.

Coincidió con la inauguración de la sede madrileña de la Agencia EFE donde contaba con una cauda de amigos, un subdirector, jefes de mesa, responsables del hilo internacional.

Todos los días llegaba al nuevo edificio, bajaba al sótano y me recetaba unas rebanadas de tortilla de patatas o bocadillo de pan blanco con jamón serrano. Este era un alimento desabrido, muy salado pero le hacían falta los chilitos.

Como un verdadero honor me fue asignada o prestada una oficina en un piso elevado con el resto de despachos solos, sin ocupantes.

Recibí la llamada de mi subdirector, Enrique Mendoza, sugiriendo que me ocupara del director, invitado a la inauguración de las nuevas instalaciones de la agencia. De paso mencionó la conveniencia de conseguirle un Mercedes con chofer.

El hotel Miguel Ángel en la Castellana estaba reservado para el mundo de visitantes a quienes además dispusieron un Seat del tamaño de un Tsuru.

Pensé que a mi jefe, Mario Moya, se le saldrían las patas por el balcón, así que decidí conseguir un alojamiento apropiado y a buscar el mentado Mercedes.

En el Palace, junto a la sede de los diputados, encontré lo que buscaba, la Suite Presidencial, con un piano. Y del auto pues debí conformarme con un estorboso y feo Dod Jé, así pronunciado

Me trepé a mi prospecto de auto, un Renault de tamaño miserable y con el otro coche alquilado nos apersonamos en una terminal aérea semejante a la del Flecha Amarilla o al actual Felipe Ángeles.

Frente a los mostradores encontré a Mario Moya y su acompañante, una espectacular dama de rasgos muy bellos y mexicanos. Le estaba informando de los cambios cuando surgió de la nada el buen Balanzo.

Con voz temblorosa por la indignación, me acusaba de haber cancelado la suite que le fuera destinada y la devolución del auto para visitante y acompañante.

Por su elevada estatura, Moya pudo dirigirse a mí, sin dar la menor bola al quejumbroso anfitrión: Carlos, muchas gracias por ocuparse de nosotros.

Hubo otros tropiezos insignificantes que facilitaron el retiro de mi invitación, lo que no tuvo importancia porque ya me movía como Pedro por su casa, con el beneplácito de periodistas y empleados en general.

Era de madrugada y sonaron fuertes golpes en la puerta de mi habitación del hotel; me despertaron. Se trataba de Balanzo con una duda que le carcomía el alma: cómo dirigir la invitación a mi amo. La señora no es su esposa, dijo al borde del llanto.

En un momento de inspiración le receté una cátedra republicana y laica explicándole las diversas relaciones de pareja admitidas y protegidas por la ley mexicana .

Un suspiro de alivio y la decisión rotunda. Se enviará al Exmo. Doctor Don Mario Moya Palencia y acompañante.

Y para eso me despertó el que también logró despertar mi animadversión por esos parásitos, sus protocolos y las inacabables fortunas con que mantienen a su lado verdaderos batallones de vagos y sirvientes.

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Periodista antediluviano, corresponsal en el exterior y reportero en méxico.

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