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Inhalando el futuro

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Relatos dominicales

Miguel Valera

Mientras un joven mesero me sirve un espumeante café en La parroquia de Veracruz Sucursal Ánimas, en la Avenida Lázaro Cárdenas de Xalapa —en donde por cierto la calidad de los alimentos ha disminuido muchísimo—, pienso en las clepsidras, los relojes de agua que utilizaban los egipcios para medir el tiempo, particularmente durante la noche. Utilizado por griegos y romanos en su época, el instrumento apareció en Toledo, España, en el siglo XI, me dice una amiga que ha estado buscando el origen de su apellido en esa ciudad.

“Al- Zarquel hizo dos grandes estanques en las afueras de Toledo, a orillas del Tajo, no lejos del sitio llamado Bab al-dabagin (puerta de los curtidores), haciendo que se llenasen de agua o se vaciasen del todo según el creciente y menguante de la luna”, añade, citando un texto de Julio César Pantoja.

Estos relojes, refirió, fueron adoptados por los musulmanes para sus ritos litúrgicos.

El olor del espumante café me saca de mis cavilaciones y pienso en los efectos que causará en mi cerebro en cuanto llegue a mi organismo: mejorando mi concentración, aumentando la presión arterial, previniendo la depresión y las enfermedades neurodegenerativas. También pienso en que alguna vez dijo el viejo Balzac: “Si no fuera por el café, uno no podría escribir; es decir, no podría vivir”.

Y ahí, en la escena, veo un tatuaje en el brazo de Mayra, la chica que nos atiende con gran calidez: “inhale the future… exhale the past” (Inhala el futuro, exhale el pasado). Significa, añade, ante mi interés, que hay que dejar ir lo malo que hemos vivido y respirar el presente y el futuro, porque siempre vendrán tiempos mejores.

Es el tiempo, le digo, la línea delgada de la vida, en donde caminamos, trémulos, pero siempre hacia adelante.

“Sí”, me contesta sonriente, mientras trae una canilla para el espumoso café que ya me está abriendo ventanas en el cerebro. “Inhala el futuro, exhala el pasado y siempre respira el ahora”, refrenda, para dejarme ahí, quieto, como el personaje de Anagrama en la portada de El tiempo envejece de prisa de Antonio Tabucchi.

“El tiempo huye y se detiene, da vueltas sobre sí mismo, se oculta, reaparece para exigir cuentas. Del pasado surgen fantasmas socarrones, las cosas que antes se distinguían claramente ahora se asemejan, las certezas estallan, las versiones oficiales y los destinos individuales no coinciden”, dice el autor italiano. Y ahí, entre la escena del espumante café y el tatuaje estoy yo, mis circunstancias, en la vorágine de la vida.

Mientras me despido de mi buen amigo Melitón y antes de arrancar mi vehículo, busco un poema de Francisco de Quevedo que alguna vez leí. Lo encuentro en el ciberespacio: “Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado. / En el hoy y mañana y ayer, junto / pañales y mortaja, y he quedado / presentes sucesiones de difunto”. Y arranco, para seguir viviendo.

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