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Mis abuelos maternos

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Por Gilberto Peralta Baltazar

Allá por el rumbo de la Costa Chica, allá por donde se originan muchos temblores que sacuden la región y el país, allá donde el calor tropical calienta la sabana y el Pacífico Océano y la laguna del Tecomate les dan de comer a la gente el rico pescado a la talla, allá donde los tupidos palmares cobijan la agricultura y la ganadería. Por allá, entre la montaña y el mar, se asienta el pueblo de San Marcos, cuna de mis abuelos, Diego Baltazar y Margarita Genchi.

Eran los años de la revolución cuando Diego y Margarita decidieron unir sus vidas en sagrado matrimonio, no sé si se “juyeron” o si hubo rapto como se acostumbraba en aquellos tiempos, pero lo cierto es que ellos se postraron frente al altar.
El barrio del Cántaro se llenó de alegría el día de la boda y una gran enramada se adornó con blancas flores de papel y el piso arenoso de la calle se regó profusamente para no levantar polvo durante el jolgorio animado con sones de artesa y movidas chilenas que son componentes clave de la música tradicional afromestiza de la costa guerrerense.

Diego y Margarita, vestidos de blanco, precedían el alegre jolgorio y disfrutaban con sus invitados del rico mole de guajolote con tamales de arroz acompañados de agua de coco y de jamaica, sin faltar el aguardiente y el mezcal tradicional. Los cuetes y las cámaras tronaban frecuentemente anunciando al pueblo la feliz celebración.

Diego, de oficio agricultor e incipiente ganadero, trabajaba la tierra con esmero mientras que Margarita atendía las labores del hogar. Procrearon nueve hijos: dos varones y siete mujeres, por cierto, de muy buen porte; así como definió el gran Gutierre Tibón a las mujeres de la Costa Chica, “ Con la cintura breve y el nalgatorio exacto” y con el toque preciso que define a la mujer afrodescendiente, la piel morena y el pelo negro y reluciente.

Pasaron los años y el infortunio hizo que doña Margarita pasara a mejor vida y los hermanos se quedaron desamparados pero los baltazares, desde pequeños buscaron la manera de apoyar el sostenimiento del hogar. Don Diego se quedó a cargo de sus hijos, como es natural, pero también tuvo otra esposa, doña Hipólita Hernández. De esa unión nació mi tía Rosalina, la más pequeña de todas y quien hace algunos años, falleció.

No conocí a mis abuelos maternos ni a dos de mis tíos pero sí, a todas mis tías. Sus nombres: Eufrosina, Rosa, Genoveva, Leova, Jeremías y Rosalina. Mi madre se llamaba Eloísa y falleció cuando yo tenía apenas nueve años. A los hijos de mis tías, mis primos hermanos, los conocí a todos pero no conozco físicamente a muchos de mis sobrinos y mucho menos a los hijos o los nietos de ellos. Somos muchos.

Ahora, en estos años próximos a la tarde de mi vida, no tengo claro en mi mente cuántos somos o cuantos hemos sido de la estirpe de los Baltazar pero como la estirpe de los Buendía en Cien años de soledad estamos regados por los valles, las montañas, los pueblos y las ciudades, incluso, en el extranjero y vamos dando tumbos con el recuerdo perenne de don Diego y doña Margarita a quienes le dedico éstas líneas con todo mi corazón.

                                                  Gilberto Peralta Baltazar.
                                                             Coatzacoalcos, Veracruz.
                                                                       Agosto/2021
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