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Al par del alma…(«los evangelistas»)

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Manuel Lino Ramos

Tan grandiosos percibía yo aquellos textos, que no cabían en el pequeño espacio de mi naciente, tierna imaginación.

Eran flores, trinos, cantos, elegías que, plasmadas en hojitas blancas y aromadas con la inspiración del creador, volaban hasta los que estaban bendecidos o enfermos de amor.

De tal manera me asombraba, me conmovía e intrigaba la portentosa imaginación de los escribidores.

Mujeres y hombres, apurados, acudían hasta la vieja Plaza de Santo Domingo, en busca de las lustrosas o amargas letras.

Les llamaban «los evangelistas» y yo no sabía por qué. Isaac, mi padre, que me llevaba hasta el lugar, a petición mía, me dio escueta información. «Debe llamárseles así, porque, dicen, cuatro escritores sagrados, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, escribieron el Evangelio». Escribieron.

Siempre soñé con ser uno de los «evangelistas» de Santo Domingo. Acariciable sueño. Algo de sagrado deben tener también; tan capaces para hacer que sus fieles se enamoren del amor, me repetía…

Tan mágicos poderes tenían esos escribidores, que muchas y muchos, jóvenes o viejos, acudían a ellos en busca del elixir que curara sus males o a agradecer las bondades que trae consigo el amor.

Esto no es, de manera alguna, la historia de los «evangelistas» de la plaza de Santo Domingo. Su historia ya está escrita. Esto es el recuerdito de un niño de ayer, que lo atrapó hacia la mitad del siglo pasado, creo.

Le pregunté a uno de los escribidores: ¿Qué se necesita para ser evangelista? Simple, me contestó, sólo necesitas ser poeta. Poeta bueno o poeta malo, pero poeta…

Supe, entonces, con un sincero malestar de tristeza y pesadumbre, que yo no iba a ser nunca un evangelista. Me dolió.

Ante el sutil reclamo de mi padre, que tiraba con delicadeza de mi manecita, para que nos retirásemos del lugar, alcance a estirar el cuello para husmear un texto, obra acabada del evangelista, y encargo de una jovencita, a la que se le dibujaba en los ojos el gusto por el amor.

Decía la cartita, a manera de despedida: «te quiero al par del alma».

Me deslumbró lo que para mi fue una contundente declaración, en tan breve texto. Nunca busqué descifrarlo, pero lo guardo hasta hoy, como una llavecita que abrió tantas cosas para mi.

La delicadeza y el amor con que la joven dobló la pequeña carta, me asombró. Se la colocó, luego, en el lado izquierdo de su pecho, entre la rústica tela del vestido y su morena piel.

Pregunté a mi padre ¿Por qué en el lado izquierdo? Me contestó Isaac, que casi me remolcaba tirando de mi mano, mientras yo volteaba y volteaba para seguir viendo a los «evangelistas»: ¡Porque en ese lugar está el corazón, mi’jito…!

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