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Rezaba por el diablo

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Miguel Valera  

Todas las noches, después de tomar su café y rezar un Rosario —sus compañeros lo bromeaban porque así se llamaba su ama de llaves, a quien de cariño le decía Chayito— el padre Samuel le pedía a Dios por el Diablo, ese ser nefasto, maligno, pervertidor, origen, gestor, provocador y autor de todo mal en el mundo. Su lógica era muy clara: si él, que es el autor de todo mal, el incitador, se convierte, dejará de inducir a los seres humanos a que cometan el mal.  

El mal, reflexionaba, entró por Él a este mundo. Si Él no hubiera incitado —y le gustaba pensar en esa palabra de origen latino, incitātor, porque según había leído en el diccionario, significaba “inducir con fuerza a alguien a una acción”. No se trataba sólo de “inducir”, sino de “inducir con fuerza”, tal era el significado de la palabra en la acepción de la lengua de Cicerón.  

Claro, pensaba, ¿a quién le dan pan que llore? El mal suele estar disfrazado de bondad, de gozo, de alegría y felicidad. Por eso el maligno se disfraza, distorsiona la realidad y nos hace pensar que lo malo es bueno o al menos que tiene esa apariencia de felicidad, reflexionaba el clérigo, el único que se atrevía a rezar por la conversión de Satanás.  

“No, no, no, detente, no puedes seguir con ese rezo”, le dijo su viejo amigo Álvaro Arash en una tarde de café y dominó. Si el Diablo se convierte se acaba el negocio. ¿A quién buscarás convertir? ¿A quién predicarás para que siga el bien y no el mal? No, esa idea de convertir al Diablo no es buena, le insistió mientras refunfuñaba porque el café de Rosario ya se había enfriado.  

No digas eso viejo amigo, le contestaba serio el padre Samuel. Esto no es un negocio, se trata de la salvación eterna. Y como yo quiero ir al fondo, a la médula, a la raíz, me gusta pensar que un día Satanás se convertirá, regresará a los brazos de Dios y el mal se acabará en el mundo y en la eternidad. —¿Crees que eso sea posible?, le rebatía Arash. Para Dios nada hay imposible, sentenciaba el clérigo.  

Yo creo en la naturaleza, insistía el amigo. Ahí en la naturaleza está nuestro deseo de vivir primero y de trascender después. A lo largo de toda la historia de la humanidad hemos creado mundos imaginarios y paralelos, dioses y demonios, para calmar nuestra sed de trascendencia, pero la única prueba que tenemos es la propia historia, que puede ser resguardada en la memoria colectiva de la propia humanidad, insistía.  

Pues yo creo en la trascendencia, decía el clérigo, mientras le pedía a Rosario que fuera, de favor, por pan caliente. Ya son las siete de la noche, a esta hora ya están sacando el pan de La Chata, le decía. —¿Y por eso rezas por el Diablo?, le preguntaba el amigo. ¿No crees que el mundo es más divertido si el Diablo sigue siendo el Diablo? No lo sé, contestaba el padre. Lo único que sé es que si él tiene voluntad y pudo darle la espalda a Dios, igual algún día se puede convertir y regresar a su estado natural de obediencia.  No lo sé, Rick, contestaba Álvaro Arash, mientras saboreaba el humeante café coatepecano que el padre servía en su comedor parroquial.  

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